Capítulo 2
El anochecer marciano, de una ámplia
gama de tonalidades carmesí que se suavizaban paulatinamente hacia
las llanuras del horizonte, ofrecía un aspecto singularmente luctuoso
al reflejarse sobre las esféricas pistas de despegue.
Víctor caminó flemáticamente hacia la Unidad
de Rescate que permanecía anclada en el exterior de los hangares.
Su moderada eslora, no superior a los veinte metros, concluía en
una proa acerada provista de una ámplia bóveda transparente,
en el interior de la cual distinguió las siluetas de algunos de
los técnicos, afanados sobre las consolas de control en las cuales
debían estar memorizando la ruta estelar que le conduciría
hasta Eridani.
Alcanzaba la rampa de la nave cuando la compuerta de entrada
se deslizó silenciosamente y de su interior surgió la figura
de Klaus Sheldrake.
-Todo está dispuesto- le dijo, descendiendo hasta su
lado-. La computadora acaba de trazarnos el itinerario más adecuado.
Víctor asintió con un ademán. Inmediatamente
los técnicos abandonaron la Unidad, y fue uno de ellos quien, dirigiéndose
al anciano, le confirmó que los preparativos habían concluido.
Montejano ascendió entonces la rampa y, después
de estrechar la mano de Klaus, accionó el sistema de cierre, permitiendo
que la pesada hoja metálica se corriese tras él con un apagado
zumbido, dejándole completamente sólo en el interior.
Franqueó el estrecho pasadizo y se acomodó en
el sillón central del puente. Con acostumbrada familiaridad sus
dedos recorrieron las consolas, conectando el sistema de comunicación.
-Unidad de Rescate Caronte a Control Marte...
La respuesta, metálica y átona, brotó a
lo largo de la sala:
-Control Marte a la escucha. Espacio aéreo habilitado
para su partida- Y después de una corta pausa-: Iniciando los contadores
en...
Mientras las palabras seguían su monótono trámite,
Víctor accionó los focos exteriores. A través de la
ancha pantalla alcanzó entonces a ver las difuminadas siluetas de
los técnicos, plantados tras las vallas de seguridad instaladas
cerca de las sombras de los hangares.
En aquel momento la inacentuada voz le dió permiso para
iniciar el despegue, y no tuvo más que manipular brevemente diversos
dispositivos para que la nave, después de una ligera oscilación,
comenzase a ascender, dejando tras de si una densa nube de gases candentes
que terminaron convirtiéndose en leves jirones cuando la Unidad
desapareció entre la bóveda escarlata del planeta, atravesando
su atmósfera en escasos segundos.
Minutos después de haber dejado
atrás la baldía imagen de Plutón, y cuando ninguna
atracción planetaria incidía de forma alguna sobre la nave,
Víctor inició el programa de Hiperpropulsión, capaz
de lanzarle de un extremo a otro de la Galaxia en cuestión de días.
Inmediatamente, ante sus ojos, los abigarrados cúmulos
estelares que tachonaban la lobreguez del vacío, se expandieron
con una repentína y extraña iridescencia, succionando la
Unidad hacia un lejano vórtice que parecía distanciarse hasta
el mismísimo infinito.
Pese a haber viajado con anterioridad a través de aquellos
pliegues en las onduladas líneas de tiempo-espacio, Víctor
parecía no terminar nunca de habituarse. Sintió que el estomago
se encogía dentro de él con brusquedad, y un ligero cosquilleo
le recorrió la columna vertebral, recordándole que, a partir
de aquel momento y hasta dentro de veinticuatro largas horas, se hallaba
sólo, completa y absolutamente sólo viajando en un espacio
inmaterial, lanzado a una velocidad miles de veces superior a la de la
luz y en el cual era rotundamente imposible lograr establecer comunicación
con ningún punto exterior a la nave.
Después de varios exámenes de los dispositivos
de coordinación automática de ruta, completamente rutinarios,
abandonó el puente de mando, encaminándose hasta el reducido
camarote de popa donde, una vez insertado el código personal, se
ajustó sobre la cabeza uno de los visores virtuales con el que,
conectado ya a la Red, y al menos durante el tiempo que permaneciese vinculado
en el sistema, podría olvidarse de la pesada soledad en la que se
encontraba, reviviendo con toda su intensidad el recuerdo pregrabado con
anterioridad...
Se encontraba en una playa, de pie junto a la orilla. Contemplaba
a una muchacha que nadaba y reía a pocos metros de él...
Aquel era un recuerdo antiguo, grabado muchos años atras,
cuando conoció a Carla y ambos decidieron alquilar una pequeña
casita situada a los pies de una cala privada durante los largos meses
de un verano.
...La chica era preciosa. Poseía un resplandor en sus
oscuros ojos que a él lo desbordaba de cálidas y excitantes
sensaciones.
-¡Ven...!- exclamó ella, plantándose allí
donde el agua apenas alcanzaba sus muslos-.¡Entra conmigo!
Él la saludó con la mano, y la joven le respondió
con un gesto lascivo, entremezclando risas mal disimuladas.
-¡Acércate!- volvió a insistirle. Su cuerpo
húmedo parecía brillar bajo los últimos rayos del
tardío crepúsculo, y las mansas olas golpeaban con suavidad
su espalda, lanzando sobre ella rápidas gotas.- ¿Tienes miedo
al agua, Víctor?
Él se deshizo de la camiseta y la arrojo sobre la arena,
zambulléndose en el agua y nadando hasta ella. La agarró
con fuerza por la cintura, gruñendo:
-¿Miedo al agua?- Y antes de que pudiese responder, la
besó inesperadamente.
Ella se abrazó exultántemente al cuerpo del hombre.
Su cabello, cortado por encima de los hombros, le cayó desordenado
sobre la cara, ocultando una abierta sonrisa.
-Te quiero, Carla...- le susurró, retirándole
hacia un lado los empapados mechones.
Con una insinuante severidad, la joven acarició su cuadrado
rostro, mirándole largamente con suma atención.
-Salgamos fuera...- musitó, en un tono cargado de sugerencias.
Ya en la orilla, tumbados sobre la templada y fina arena, y
mientras la ocre luz comenzaba a extinguirse sobre ellos, hicieron el amor,
acompañados únicamente por el regular sonido de las olas
que apagadamente se deslizaban fuera del mar...
Y de aquella forma, dentro de un ínfimo cascarón
de metal que viajaba a través de un incorpóreo vacío,
proyectado a una velocidad que prácticamente escapaba a toda comprensión,
Víctor volvió a vivir una parte de su pasado, una parte que,
siendo tan especial, guardó en el cerebro artificial de la Red como
un valioso tesoro. Un jirón de vivencia que, intensificado por el
visor virtual, le confería una autenticidad comparable con la misma
realidad.
La alarma le arrancó agitadamente
del adormecimiento.
Arrellanado en la acolchada butaca del puente de mando, frente
a una ya fría taza de café que apenas había probado,
acabó cayendo en un tranquilo sopor, sintiéndose suficientemente
seguro de que la alarma, en cuanto los últimos años luz del
trayecto fuesen superados, le despertaría inmediatamente.
Operó sobre los controles de la computadora y corroboró
que la salida prevista del pliegue espacio-temporal no hubiese sufrido
ninguna alteración, pues tal cosa, incluso escasos e inapreciables
metros, podrían desviarle irremisiblemente hacia el núcleo
de alguna estrella próxima.
Y cuando finalmente el iridiscente vórtice que asemejaba
atraer salvajemente la luz de las estrellas eyectó la Unidad al
espacio-tiempo ordinario, haciendo que se materializase donde un segundo
antes no había existido más que la opacidad estelar, Víctor
contempló por primera vez las imponentes proporciones de la estación
orbital Galileo: una especie de gigantesca rueda formada por millones de
toneladas de acero, de unos quinientos metros de circunferencia, girando
con lentitud sobre el aguzado y sobresaliente eje central que conformaba
el habitáculo previsto para acoger a su tripulación. Se sintió
aliviado ante aquella visión; durante todas las horas anteriores,
había estado temiendo silenciosamente encontrarse con aquella monstruosa
construcción reducida a calcinados restos flotantes después
de haber recibido el ataque de las naves robadas por los activistas religiosos.
Sin embargo, comenzó a recuperar con rapidez el optimismo perdido;
la estación, finalmente, permanecía intacta. Silenciosa desde
su lejanía, pero indemne.
Aproximándose a ella mediante el control manual, la inapreciable
Unidad dibujó una ámplia curva, sorteando la atracción
gravitatoria del cercano planeta Kassandra,
un nebuloso mundo que, situado a cientos de kilómetros, se recortaba
con una difusa gradación de tonos pardos.
Después de un breve ajuste en las emisiones de subéter,
Víctor accionó el sistema de comunicación. Sin apartar
los ojos de la pantalla mirador, se identificó:
-Unidad de Rescate Caronte de la Agencia de Defensa Espacial...-.
Durante varias veces, tras nuevas regulaciones, repitió el mensaje
palabra por palabra.
La respuesta, estentórea y potente, llegó a él
pasados unos segundos de silencio:
-Aquí la estación orbital Galileo. Bienvenido
a éste lado de la Galaxia...
Víctor esbozó una jubilosa sonrisa. Las comunicaciones
desde la estación, al menos las de alcance limitado, parecían
funcionar con corrección, y la afable voz de su interlocutor, de
algún modo indicaba que los problemas de su aislamiento no debían
ser excesivamente graves. Se inclinó sobre el micrófono y
solicitó el correspondiente permiso para el atraque en el muelle.
-Prepárese para el amarre magnético- fue la inmediata
respuesta-. Le enviamos un rayo de tracción en diez segundos...
Una vez desconectados todos los sistemas de navegación,
la Unidad fue apresada por el invisible campo de energía que surgió
desde el muelle de la estación, guiándola automáticamente
hasta uno de los grupos de altos pivotes que se extendían a lo largo
de una sección del fuselaje. Y mientras concluía la maniobra
y el pasadizo exterior era desplegado y prendido a la escotilla de la nave
mediante los brazos de las grúas, Víctor advirtió
intrigado la presencia de un extraño artefacto que permanecía
anclado en la parte opuesta del muelle; una especie de navío completamente
desconocido para él y de proporciones comparables con los acorazados
terrestres. El esférico fuselaje que poseía, según
consiguió distinguir, brillaba apagadamente al incidir sobre él
los escasos reflejos de la lejana estrella Eridani, otorgándole
un aspecto enigmático y oscuro.
Cuando recibió la conformidad de que la operación
había concluido, inundando de aire el pasadizo de unión,
Víctor salió de la Unidad apresuradamente, mientras en su
cabeza seguía flotando la imagen de aquella desconcertante y negra
cosmonave.
Bajo el dintel de la compuerta de la estación le esperaba
un hombre robusto, casi obeso, con una insinuada sonrisa que se adivinaba
tras su espesa y rojiza barba. El apretado uniforme con que vestía,
le hizo comprender que debía tratarse del responsable militar de
a bordo.
-Encantado de recibirle-. Su tono de voz, grave y tosco, resultaba
completamente armónico con su aspecto-. Soy Gerard Nichelle, comandante
designado a ésta estación.
Después que Víctor se presentase, el barbudo y
corpulento militar se apresuró a continuar:
-Esperábamos con verdadera impaciencia la llegada de
ustedes. Transcurridos estos dos días de silencio, sabíamos
que pronto tomarían algun tipo de medidas...
-¿A qué ha sido debido?- inquirió Víctor,
frunciendo el ceño-. Se temía que pudiesen haber sufrido
un atentado... Sin embargo, todo parece estar en orden, ¿no es así?
-Efectivamente. No hemos recibido daños..., al menos
de grupos terroristas.
Víctor se mostró contrariado. Pregunto:
-¿Qué quiere decir, comandante?
-¡Oh, no se preocupe!- repuso-. Los daños carecen
de mayor importancia. La tripulación al completo se encuentra en
perfecto estado... Incluso, después del incidente, han seguido con
sus tareas habituales. Algo nerviosos, lo reconozco, pero nada que no pueda
solucionarse con unos días de descanso en la Tierra.
-Me alegra escuchar esas palabras, pero me gustaría que
me pusiese lo antes posible al corriente de lo que denomina... incidente.
El comandante asintió con vehemencia. Entrelazó
sus grandes manos tras la espalda y dijo:
-Es una larga historia, agente Montejano. En estos momentos
nos disponíamos a cenar..., si me acompaña a la cocina, le
presentaré al resto de la tripulación y tendremos la ocasión
de explicarle todo el asunto con detalle.
Y Víctor, absolutamente intrigado, siguió al comandante
a través de los anchos corredores de la estación.
La cocina resultó ser una
estancia moderadamente ámplia, utilizada tanto para el almacenamiento
de los productos deshidratados como, al parecer, para las reuniones más
informales.
Al franquear la entrada, Víctor se encontró con
los cinco tripulantes sentados alrededor de la larga mesa que ocupaba el
centro de la sala. Inmediatamente reconoció a Carla, situada en
uno de los extremos. Sin embargo, fue consciente de la extraña reacción
que la mujer demostró al verle, y, pese a que se desvaneció
en apenas una fracción de segundo, resultó suficiente para
que él la advirtiese con singular facilidad: sus ojos, inusualmente
fríos y apagados, le contemplaron con indiferencia, casi con rareza.
Al instante siguiente esbozó un gesto sorprendido, frunció
el ceño y sus labios se curvaron en una breve sonrisa.
-Víctor...- musitó débilmente-. No esperaba...
verte aquí...
Los gestos interrogativos de sus compañeros se dirigieron
a la mujer, clavando en ella miradas silenciosas. Pasados unos momentos,
les explicó:
-Fuimos pareja hace algún tiempo... Pareja legal; pero
llevamos unos años separados...
El militar le indicó una de las sillas, y Víctor,
sintiendo un elevado grado de incomodidad ante aquella situación,
tomó asiento. Inmediatamente después, el comandante arrellanó
su voluminoso cuerpo al otro lado de la mesa. Mientras sus
dedos se enredaban distraídamente entre la tupida barba, exclamó
sonriente:
-¡Vaya...! Esto sí es una sorpresa...- Su mirada
saltó repetidas veces hacia la mujer. Carraspeó con liviandad
y añadió:- En ese caso, agente Montejano, permítame
que le presente al resto de la tripulación- le señaló
a un hombre de mediana edad que permanecía espectante junto a él,
sus gruesas gafas escondían unos ojos pequeños y estrábicos-.
David Lescot, nuestro doctor de a bordo... El señor Marcus Yavneh,
especialista en biología planetaria...- aquel, un tipo pequeño
y ataviado con una bata blanca, realizó un moderado gesto a modo
de saludo-. El director técnico en labores botánicas, Ivan
Barboff. Y finalmente, el capitán y segundo de a bordo, el señor
Joseph Van Thiel...
-Encantado de conocerles a todos- asintió Víctor,
moviendo la cabeza-. Tanto la Agencia de Defensa como la compañía
para la que trabajan se sentirán plenamente aliviados en cuanto
conozcan su óptima situación, a pesar de haber permanecido
aislados durante dos días... Supongo que, también para ustedes,
no debe haber sido una circunstancia demasiado agradable.
-Lo cierto- arguyó el comandante- es que aquí
existe tanto trabajo que siquiera hemos tenido tiempo para desazonarnos.
-Imagino que así debe ser...- admitió Víctor
arrugando la frente. Tras una pausa, inquirió con vehemencia-: ¿Cuál
ha sido exactamente la causa de todo esto?
El comandante Nichelle se reclinó hacia atrás
y cruzó sus gruesos brazos sobre el pecho. Suspiró y dijo,
con cierta sobriedad:
-Bueno, supongo que al aproximarse a la estación habrá
tenido la ocasión de contemplar el extraño aparato que permanece
amarrado al muelle exterior, ¿no es así?
Víctor entrecerró los ojos y se volvió
con interés hacia el comandante.
-Desde luego- asintió-. ¿Qué demonios es
esa esfera?
-Hace unos días localizamos esa aeronave penetrando en
nuestro cuadrante espacial. Navegaba a la deriva e intentamos ponernos
en contacto con ella, pero no recibimos más que una señal
automática de auxilio. Así que, siguiendo las leyes de socorro
establecidas por el Protocolo Estelar y temiendo que pudiese acabar colisionando
con la Galileo, la apresamos con el rayo de tracción, posándola
en los muelles a falta de cualquier otra solución.
>Resultó tratarse de un crucero de investigación,
según nos explicó su único tripulante una vez tomamos
contacto directo, seriamente dañado tras sufrir el impacto de un
asteroide desligado del cinturón que rodea todo éste sistema
solar. Provenía del borde exterior de la Galaxia, de una civilización
humanoide completamente desconocida para nosotros, denominada Raza Whandar,
y la cual había iniciado un programa de acercamiento a los núcleos
mayor poblados...
>Tras solicitarnos alojamiento temporal hasta reparar sus sistemas
de impulsión averiados, nosotros aceptamos, considerándole
uno de tantos moradores pacíficos y bienintencionados que pueblan
las estrellas...- Hizo una pausa y torció los labios, visiblemente
irritado-. Sin embargo, nuestro exceso de confianza nos llevó a
cometer la torpeza por la cual quedamos aislados en éste lugar...
-¿Qué quiere decir exactamente?- masculló
Víctor, apremiante-. ¿Se trataba de un engaño?
El comandante, transcurrido un inciso, respondió:
-Ganada nuestra confianza, el alienígena se enfrascó
en sus supuestas reparaciones. Pero, durante nuestras horas de descanso,
cuando todos nos hallábamos en la sección de los dormitorios,
se introdujo en las cámaras de comunicación, destrozando
los circuitos subespaciales de la estación e impidiéndonos
de ésta forma establecer ningún tipo de enlace fuera del
sistema planetario de Eridani...
-Resulta sorprendente...- musitó apagadamente Víctor,
como si expresase en voz alta sus meditaciones-. Durante casi doscientos
años jamás nos hemos encontrado con seres beligerantes en
la Galaxia... Leves conflictos, a lo sumo, en regiones muy concretas y
con razas poco desarrolladas tecnológicamente...
En aquel momento, el rubio y joven capitán, al que el
comandante había presentado como Van Thiel, apoyó con fuerza
sus manos sobre la mesa, observando con atención el rostro de Víctor.
-Le aseguro- dijo con aspereza- que éste alienígena
sí era beligerante... Cuando advertimos el sabotaje, establecimos
inmediatamente la situación de emergencia en toda la estación,
peinándola palmo a palmo hasta que dimos con aquel ser en la zona
de refrigeración, donde había iniciado el programa automático
de despresurización de las bóvedas interiores con la obvia
intención de eliminarnos por falta de oxigeno. Sin embargo, y por
escasos minutos, logramos detenerle abriendo las esclusas exteriores y
lanzándole al vacío...
Víctor asintió silenciosamente. Alzó un
dedo y se acarició el labio inferior, preguntando:
-¿Cree que su intención era apoderarse de la estación?
¿De una estación como ésta, absolutamente diseñada
para la ejecución de tareas científicas y con escaso potencial
bélico?
Fue el comandante quien, rápidamente, respondió:
-Eso es algo en lo que no podemos estar completamente seguros.
No obstante, y según especifica el reglamento, han de ser tomadas
acciones severas y perentorias en caso de un ataque exterior sobre cualquier
navío terrestre, especialmente si se trata de proteger la vida del
personal civil...-. Suspiró tras la densa barba y añadió-:
De tal modo, las baterías defensivas están dispuestas en
estado de alerta desde entonces...
-¿Y no se ha vuelto a detectar otro de esos cruceros...?
-Los receptores han permanecido en absoluto silencio las últimas
cuarenta y ocho horas- le explicó contundentemente-. Si algún
objeto artificial superior a un centímetro hubiese entrado en nuestro
cuadrante, las alarmas nos lo habrían puesto inmediatamente de manifiesto.
Víctor se removió intranquilo en su asiento. Sentía
las miradas de todos clavadas en él y advirtió que un súbito
dolor de cabeza había comenzado a embotarle la mente, impidiendo
que lograse razonar con fluidez. Tuvo que hacer un esfuerzo para, finalmente,
efectuar una nueva pregunta:
-¿Llevó a cabo algún examen del interior
de la nave alienígena, comandante Gerard?-. Las palabras apenas
fueron musitadas débilmente-. Quiero decir una vez consiguieron
deshacerse de su tripulante...
-Así se hizo. La inspeccionamos concienzudamente tras
el incidente el capitán Van Thiel y yo mismo...
La nebulosa sensación de inconsciencia prorrumpió
en él con mayor fuerza, e inmediatamente perdió el sentido
de las palabras del comandante. Tras un tiempo indeterminado, escuchó
la lejana voz de Carla, perdida a miles de kilómetros:
-¿Te encuentras bien, Víctor...?
Pero fue incapaz de responder. Apretó los ojos con fuerza
mientras captaba las voces de todos superficialmente, mezclándose
en una cháchara incomprensible para sus oídos. Sintió
cómo acababa derrumbándose hacia atrás, y cómo
un par de manos le asían por las axilas, ayudándole a ponerse
en pie y evitándole acabar en el suelo.
Después, lo único que logró distinguir
fugazmente, fue el rostro, pálido y difuso, de aquel doctor, contemplándole
con unos ojos inquietos tras los gruesos cristales de las gafas.