Las viejas creencias se arraigan como arboles en nuestra mente. A veces la evidencia de otra realidad está frente a nuestros ojos, pero el velo de lo ya aceptado no nos permite verla en su completa dimensión. Algunos pueden estar ya dentro de esa realidad y no verla realmente. A otros, cuyos ojos han sido abiertos no les queda más remedio que aceptarla.

Una grieta en el espacio
por: Ricardo Martínez Cantú
Ilustración por: Gabriel Benítez
Para Aldo Alba, que me ayudó a escapar.
El tremendo cansancio provocado por los acontecimientos que se han precipitado tumultuosos en los últimos tres días te arroja por fin al pozo del sueño, un sueño intranquilo en el que apenas has logrado caer cuando ya aquella luz te saca nuevamente de él.  Lo primero que piensas es que tus captores vuelven a la carga con las cegadoras lámparas que han utilizado en los interrogatorios; pero el resplandor es tenue, como el de una pantalla televisiva.  No habiendo aquí ninguna televisión, supones entonces que aún duermes y que sueñas.  Sin embargo, no es un sueño: la luz está realmente ahí, a la mitad del cuarto.  Además su forma no es cuadrangular sino ojival, y su tamaño no es constante, sino que se hace cada vez más grande, creciendo hacia abajo.

Ya despierto del todo, te das cuenta de tres cosas.  Uno, ves una cremallera; dos, inexplicablemente flota en el centro de la habitación; y tres, alguien está abriéndola desde el otro lado.  Puedes apreciar la mano que baja el zíper y parte del brazo del dueño de esa mano, así como también una cara que intenta ver hacia este lado de la abertura.  Es una cara tan peculiar que en principio te hace pensar que los ángeles no tienen por qué corresponder a la imagen que la gente se ha formado de ellos, y es que estás seguro de que Dios no te va a abandonar aquí, a merced de sus enemigos.  Sabías, sí, que iba a permitir que llegaras hasta el último momento para probar tu entereza y fidelidad, incluso tal vez para que tú mismo cobraras conciencia de tu fuerza, pero ahora –exactamente como lo esperabas– ha dispuesto que alguien venga a rescatarte.

Sin embargo, el sujeto sigue pareciéndote extraño: no hay un halo brillante rodeando su cabeza ni tiene alas.  Ni siquiera ha abierto la fisura con un tajo de su espada llameante, que además no se ve por ningún lado.  Simplemente ha bajando un modesto zíper que, en estas condiciones, casi te resulta ofensivo.  Y por si fuera poco todo lo anterior, su aspecto es demasiado vulnerable y falible, muy terrenal para un ángel.  “Dios mío –piensas–, ¿es que todavía vas a ponerme más pruebas?  ¿Acaso Tú, que lo conoces todo, no has visto ya el fondo de mi corazón”?

El sujeto –pues por más que te esfuerzas no puedes pensar en él en términos de ángel– tiene los ojos entornados debido a que la operación de observar hacia la habitación donde te encuentras se le dificulta por el hecho de que su lado se encuentra iluminado y el tuyo a oscuras.  Se le ve también muy inquieto y hasta nervioso.  Por eso cuando saca la cabeza a través de la abertura te comportas con cautela.  Por nada del mundo quieres asustarlo y hacerlo huir.  Te hubiera gustado encender alguna luz a manera de bienvenida antes de hablarle, pero no tienes control sobre la iluminación.  Te aclaras con suavidad la garganta para prevenirlo antes de hablar:

—Aquí estoy –le dices–.  ¿Has venido a rescatarme?

Se estremece ligeramente y retrocede, pero no cierra la cremallera.  Tú te acercas despacio a la abertura y la rodeas.  Por el lado de atrás es como si no existiera: se puede ver el catre donde has estado acostado sin que ningún obstáculo interfiera la visión.  Resulta extraño verlo iluminado con una luz cuya procedencia es inexplicable desde esta perspectiva.

De nuevo frente a la abertura, vuelves a hablar:

—¿Estás ahí todavía?

Ahí está y conversa contigo.  Su lenguaje es ininteligible y sin embargo sabes lo que está diciéndote, aunque no entiendes la razón de tanto discurso astronómico.  ¿Por qué no decirte simplemente la verdad?  Te sientes como el niño al que su madre engaña para convencerlo de que se vaya a dormir temprano o se deje aplicar algún remedio.  Le dices que eso no es necesario, pero no parece ser muy inteligente y sí estar obsesionado por cumplir al pie de la letra con el encargo que, supones, le ha sido comisionado.

Así que él continúa:  Dice que su mundo y el tuyo pertenecen a galaxias diferentes.  A galaxias de por sí lejanas y que se separan una de la otra cada vez más y a velocidad de vértigo, por lo que todo intento de viajar entre ellas es una empresa imposible.  Y sin embargo ustedes dos no podrían estar más próximos gracias a lo que es una invención suya de la que está sumamente orgulloso.  La llama algo así como el plegador: un armatoste cúbico con una pared flexible que tiene una cremallera en el centro.  Tú y la celda –y la prisión y la ciudad y el mundo– están, desde su perspectiva, dentro del susodicho cubo.

—De acuerdo, de acuerdo –le dices–.  ¿Ya puedo pasarme de aquel lado?

No contesta, pero baja la cremallera casi hasta el piso, facilitándote el cruce.  Una vez que estás en el lugar que él insiste en llamar su mundo y tú sigues obstinado en considerar el paraíso, te permite inspeccionar el artefacto, el cual definitivamente no tiene aspecto de Arca de la Alianza ni nada parecido.  Cuando tomas el zíper y lo jalas hacia arriba para cerrar el hueco, te grita alarmado que no lo hagas, pero ya es demasiado tarde.

Se pone como loco.  Maldice y blasfema.  Poco falta para que eche espuma por la boca y en ese momento empiezas a dudar de la autenticidad de su personalidad angélica.

Luego pasa al extremo opuesto: se le ve muy deprimido y consternado.  Sigue, entonces, con sus disparates extraterrestres que –por cierto– ya no te parecen tan disparatados; al menos no más que tu propia y recién derrumbada creencia en los ángeles y en su Divino Patrón.  Te informa que no tiene todavía control sobre las comunicaciones espaciales cuando éstas se dan fuera de su sistema solar.  Que después de miles de intentos realizados al azar, había –por fin y por primera vez– logrado comunicarse con un espacio no sólo habitado, sino habitado además por seres inteligentes; y que tú acabas de estropearlo todo.  Te dice también, con un brillo maligno en los ojos, que ahora tendrás que quedarte aquí por el resto de tu vida, ya que jamás lograrás regresar a tu lugar de origen.

—El asunto, pues, no tiene remedio.  ¡Qué lastima!  –le contestas con una pena y una resignación fingidas, pues lo cierto es que te sientes feliz de haber salvado el pellejo justo minutos antes del momento en que ibas a ser ejecutado por defender a un Dios al parecer inexistente.

“Más vale estar a millones de años luz de la Tierra que a dos metros bajo ella” piensas.  Después agregas lo que te parece recordar que es lo apropiado en estas circunstancias:

—Por favor, condúceme con tu líder.

Y cruzas los dedos para que el tal líder no resulte ser Dios Padre.



Unas palabras sobre el autor:
Ricardo Martínez Cantú es escritor de género fantástico. Es tambien ensayista y ha publicado en varias medios. Es , además, Coordinador de la revista Entorno Universitario, publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo Léon, que aquí entre nosotros, nos ha sorprendido por su calidad  editorial. Con nosotros tiene publicado Desterrado de la Tierra.
 



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