por: Fabrizio Ferri Benedetti.
Ilustración: Gabriel Benítez L.

2. Bajo tierra


“La naturaleza, única fuente posible de felicidad también   al hombre social, ha desaparecido”
                                           Giacomo Leopardi
                                            La tragedia de las ilusiones

 

            Fue un lento despertar, una lechosa sensación de luz y calor, una percepción lejana de la realidad, como si su consciencia estuviese a medio metro de su cuerpo y recibiese las sensaciones con segundos de retraso. Cuando su mente volvió a alinearse (esa es la palabra más adecuada para decribirlo), Rand no quiso abrir enseguida sus ojos. Es más, descubrio que no podía. Dirigió entonces su pensamiento a la tarea de percibir su entorno: estaba tumbado boca arriba, en una cama. Estaba vestido y cubierto por sábanas cuya fragrancia de tibia limpieza había sido elaborada con vivo placer por su olfato. Estaba vivo

                     Vivo. Vivo. Kair. Colector. Hielo. Motoristas. Frio. Vivo. Calor. Yo.

dispuesto a concentrarse en la tarea dificil de recobrar sus sentidos duramente reprimidos por la cercanía de la muerte. Su posición, en ese momento, pasaba a un segundo plano de cosas.  Era mucho más interesante oír las melodías que se propagan por el aire tibio, estribillos casi infantiles, relajantes. ¿Música? Quizás. Nunca había oido nada parecido. Esforzandose ligeramente logró abrir los ojos. Primero, solo luz color sepia. Tonos cálidos sin duda. A medida en que sus energias volvian a reponerse, más se enfocaban los objetos y más consciencia de sí tenía. Incluso el miedo y la precaución comenzaban -aún detrás de las sólidas puertas del cansancio- a hacer resonar sus voces. Al final, prevalecio el instinto. Levantó la cabeza. Mejor dicho, lo intentó.

            -No se mueva por favor, no está usted en condiciones optimas.-dijo una voz femenina. Le cogió a Rand por sorpresa esa voz tan impecablemente humana.  Los músculos del cuello volvieron a aflojarse tras el esfuerzo terrible (Hielo como fuego gritó un recuerdo flotante en los recesos de su memoria) y sus nervios se lo agradeceron: la blanda almohada se hizo notar todavía más tras la hazaña. Lo que había visto podía calificarse de “mancha blanca desplazándose”. Ésta se acercó y hizo algo al brazo de Rand, una inyección imperceptible que sin embargo le dejó caer en el sueño más profundo. Se despertó otras tres veces: en las dos primeras la “mancha”, que ahora podía identificar como una mujer de blancos vestidos, había vuelto a poner la inyección soporifera. Rand recordó que había intentado protestar pero era inutil: no tenía fuerzas suficientes. La tercera vez se despertó casi con normalidad. Ahora la sensación de estupida neblina de la fiebre se había disipado completamente. Estaba intencionado a saber más sobre su condición. Estaba atado eficazmente a su cama, rodeado por anónimas pantallas que nada le decían. Levantó la cabeza y se coordinó para empujar con los brazos: levantarse tras tanto bloqueo fue duro. Una vez conseguida la posición semi-recta, apoyado sobre los codos (pues las muñecas estaban inmovilizadas), lo primero que hizo fue mirar sus brazos: ningún rasgo de agujas. Seguía delirando un poco a causa de la fiebre: le pareció razonable tener un par de pies pero le pareció muy extraño verlos tan lejos. Durante dias su percepción del cuerpo se había limitado a la cabeza. Distrajo su mente con el curioso ambiente que le rodeaba. Ningún tono de la habitación sugería la sensación de frio. Hasta el metal de algunos detalles había sido obscurado de algún modo. La luz era difusa, cuya fuente era imposible de determinar. Más tarde supo que la habitación era iluminada por millones de fibras ópticas esparcidas en las paredes. Las mismas estaban forradas con moqueta marrón, en apariencia totalmente natural. Delante suyo, como un tabernáculo, estaba la puerta blanca, dotada de una ventanita perfectamente transparente. Al lado de la puerta, una silla vacia. Un hospital. Estaba en un hospital como el de la Enterprise. Sintió que -sin ninguna razón aparente- los codos empezaban a ceder en estabilidad. Pocos segundos después dormía.


2

            En los momentos de vigilia , cada vez más frecuentes, todo el universo que veía, todo la realidad que parecían suministrarle a trocitos era a través de esa ventanita, de ese agujero que le permitía divisar partes de humanidad. Una humanidad distinta. Algunas veces solo veía pasar rápidas superficies de color, quizás medios de transporte individuales. ¿Dónde estaba? Pregunta interesante a la cual no podía responder sin suposiciones. La mayoría de las veces veía mujeres (¿porqué?) en atuendo blanco, enfermeras seguramente. Parecían saber que él se encontraba allí. Se paraban unos segundos, de perfil, con una expresión generalmente agradable en sus rostros pulcros. Vió de todos los tipos: morenas, rubias...desfilaban ante suyo como sueños, mujeres que ni en Kair recordaba que hubiesen de tan hermosas. Le cogió particular estima a una en particular (¿de eso se trataba?¿Era ese el juego al cual jugaban?) a pesar de sus facciones particulares. Eran nuevas para él: ojos como almendras, piel blanca, radicalmente diferente de la de Kair. Notó que su paso por delante de la ventanita se incrementaba en frecuencia y duración. Alguien intentaba establecer una comunicación lo más suave posible. ¿Quien?

            Se despertó tras breves horas de descanso, cuya repetividad se hacía ya aburrida, signo de la recuperación total de sus energías. Miró enseguida la ventanita y con gran desconsuelo notó que estaba obscurada; pero solo fue una fracción de segundo: la silla ya no estaba vacía. La ocupaba la mujer singular del pasillo. Visión deslumbrante pero voluntariamente castiza. Una extraña mezcla de sensualidad explosiva y seguridad maternal. Sensaciones parecidas las había experimentado a los trece años con su profesora de geografía: en aquellos tiempos prestaba más atención a la suave linea de los tobillos de ella -única parte al descubierto en la religiosa Kair- que a los recortados y  toscos límites de los continentes del mapa. Ahora se sentía -curiosa intuición de sus anfitriones- más dispuesto a escuchar y aceptar cualquier horrible verdad que le hubiesen comunicado esos ojos del color del café tostado que tanto abundaba en Kirene y Thrablus. Se quedó así, en silencio, no muy diferente a un chiquillo bloqueado por la emoción. En verdad, hace pocos años que había dejado la adolescencia atrás, una joventud que, en Kair, concedía poco espacio a las relaciones con mujeres: algo de Islam perduraba todavía y la posición en la que se encontraba era totalemente transgresiva. La situación había podido parecer incluso patética, pues Rand ni siquiera se había dado cuenta que tenía una erección descomunal: era bastante normal tras meses de penosa abstinencia y años de vida en una sociedad que ocultaba a la mujer. En su interior seguía agradeciendo que las mujeres, en ese lugar aún por definir, no vistiesen a la moda nórdica. Digamos pues, con terminos algo arbitrarios, que todo ello había confluido junto a la sangre en la parte baja de su cuerpo.  La joven, que hasta ese momento se había limitado a mirar con una paciente sonrisa, miró la grotesca tienda de campaña que sobresalía de la cama y estalló en sonoras y agradables carcajadas. Rand la miró estupefacto como un borracho pero se unió pronto a las risas. Siguieron así media hora. De vez en cuando, la chica paraba un momento con las lagrimas en los ojos y apuntaba hacia aquel lugar tan bien definido: y entonces volvían a reir como locos. No era una risa calculada, eso era seguro. Al final ambos se calmaron. Las ataduras a las muñecas y a los tobillos de Rand se soltaron desapareciendo en compartimientos invisibles. Se masajeó sorprendido las muñecas y volvió a mirar la mujer, que había recobrado impecablemente esa expresión tan natural de profesora de primaria. No podía apartar la mirada de esos ojos. Fue el primero en hablar.

            -Hola...soy Rand de Gipt...supongo.-se limitó a decir. Ella saludó a su vez con el monosílabo y acentuó su sonrisa. Miró con atención la pequeña cruz roja que chispeaba desde el traje cándido de ella. Había una tarjeta con un nombre que no alcanzó a leer. Lo hizo ella:
            -Yorie. Es mi nombre.- explicó. Rand no podía notar acento alguno en su voz. Hablaba la lengua de sus antepasados como el mejor de los académicos de Kair. Ella siguió hablando. Él la escuchó. Aprendió que era de origen japonesa (¿Japón? ¿Qué es eso? Se preguntó), que aún estaba debajo de Zurich y que le habían salvado la vida. Ella omitió algún detalle pero explicó que pronto habrían llegado personas más cualificadas en cuestiones “técnicas”. A veces la comunicación se veía algo obstaculizada por la presencia de palabras extrañas en el léxico de Yorie. Mas se veía compensada por la especial relación que se había instaurado entre ellos a través de la ventanita.
            -Te hemos estado observando y a través de tu cardiograma hemos descubierto que yo era la persona que más te atraía...fisicamente. -dijo ella con una pizca de verguenza en su voz. Bajó los ojos y se sonrojó un poquito. Rand comprendió sus palabras. Un viejo proverbio de Suan decía: “Si no puedes transmitir un mensaje a los hombres, pasa a traves de su corazón y llegará antes que el más rápido de los jinetes”.  Y en efecto, las palabras de ella parecían acelerar a la velocidad de la luz, saliendo de esos ojos increibles, parándose unos segundos encima de los senos para tomar luego impulso con ese tobogán que formaban las largas y deliciosas piernas. Cuando llegaban, no frenaban en absoluto ante las retinas de Rand: chocaban en destellos de deseo. Quiso imponerse algo de moderación y preguntó por su situación al salir del rio helado (esperiencia que ahora le parecía borrosa). Ella también se puso algo más seria.
            -Supimos que estabas llegando por los disparos. Hace mucho tiempo que no recibimos visitas aquí. Entonces exploramos los túneles del metro hasta que por los rastros vimos que te habías refugiado en una vieja tienda. -paró un momento para ajustar un mechón de pelo, luego siguió, -...estabas en una condición deplorable, medio congelado y medio muerto, agarrado a viejos abrigos abandonados. Hemos recogidos algunas de tus posesiones pero...- suspiró delicadamente sin abandonar su carisma innato,-...pero llegaron los nómadas y tuvimos que replegarnos enseguida aquí. Ellos solo sospechan nuestra existencia y es mejor que sigan sin conocerla.- concluyó. Rand pensó en los gestein de Baat.
            -Cuando te hayas recuperado definitivamente, entonces te llevaremos ante  Sandor. Así me han dicho.- dijo ella. Se levantó y se acercó a la cama de Rand. Él solo miraba, encantado por el sinuoso movimiento de las caderas, rítmico, sugestivo como el movimiento de las palmeras.
            -Ahora es mejor que descanses.- susurro cogiendole de la mano. Rand protestó.
            -Pero...no estoy en absoluto cansado...de veras...- exclamó con una sonrisa relajada. Yorie sonrió comprensiva pero antes que pudiese irse, después de esa hora tan intensa, Rand intervino providencial.
            -Dime...-dijo serenado, -..¿no habrás reido por las...dimensiones, verdad?- preguntó medio en broma. Ella volvió a reir con su voz argentea al mismo tiempo que con un único gesto hacía caer su traje inmaculado, que ocultaba un pecho deliciosamente proporcionado y firme.

            Fue la noche más caliente que Rand había experimentado nunca desde hace años.

            -Sí...-dijo ella después. -Me parece que ya estás en buena forma.- Se miraron. Y volvieron a hacer el amor.


3
Otra vez Kair

            ¿Qué podía haber de más maravilloso para un niño que un verano interminable? El verano, mejor dicho el calor, era la única estación que la ciudad de Kair conocía. Podía haber un calor más humedo y uno más seco, pero nunca frio. Al sur, cerca de Suan -la capital del distrito meridional- las lluvias eran casi diarias. En el norte, el clima era mucho más rígido.  Se encontraban ahora en el mes de ragab, cuando el calor comenzaba su baile frenético encima del rio Nil. Rand había visitado a la temprana edad de seis años la ciudad de Stambul, en Turk, con motivo de la visita del faraón a esas lejanas tierras. Su padre formaba parte del cuerpo diplomático del gobierno y tanto él como el pequeño Rand, a pesar de encontrarse en el cálido mes de ramadan, habían constatado las espeluznante cantidad de ráfagas de viento que en esas latitudes barrían la zona. Siempre en ese mismo viaje había tenido la ocasión de ver brevemente en los puertos las tripulaciones de barcos pesqueros del norte: el atuendo que llevaban, sobrecargado de pieles, le pareció por aquel entonces absurdo. Pero no sabía que esos marineros que pescaban en el mar de Turk, tocaban las heladas costas de Krania, donde tan solo los animales más fuertes sobrevivían con éxito. Esa fue la primera vez  en que Rand pudo reflexionar sobre el frio, bard, como lo llamaban en su tierra.
            Ahora, por segunda vez en su vida, Rand volvió a pensar en el frio.
 


FIN
de la primera parte