Tal vez las emociónes primordiales, los motores y sentidos de toda la existencia en el universo sean el miedo y la curiosidad. Toda la historia de la humanidad esta marcada por estos dos estigmas. La curiosidad nos animá a dar los pasos "más allá" mientras que el miedo nos obliga a enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestras posibilidades. Al enfrentarnos al miedo es pues cuando comprendemos nuestra propia dimensión de valor. Pero...¿sera así? Dejen que Luis Abbadié les de un Tour de dos partes por el oscuro mundo de la literatura de horror. |
Una conocida frase
del escritor británico Clive Barker reza: “Todos somos libros
de sangre; dondequiera que nos abran estamos rojos.”
Más
que un mero chiste, ésta es una posible metáfora para
la psiqué humana: cada uno de nosotros, de una u otra manera, en
mayor o menor grado, posee muchas clases de temores. Al dolor, al hambre,
a las alturas, a la responsabilidad… y es por eso que la ficción
de horror funciona. Lo que hace el escritor de este género es elegir,
de forma a veces causal, a veces consciente, uno o varios de esos miedos
innumerables que el libro de sangre de nuestra mente puede contener. Pasa
las páginas y busca aquellas que son particularmente “rojas”, esos
puntos sensibles que producen una reacción violenta con el más
leve roce. La literatura de horror se ocupa de cualquier cosa que sea remotamente
capaz de perturbar, de aterrar, a un ser humano, y por muy estoico que
sea el lector, tarde o temprano habrá una obra capaz de dar con
su miedo particular. No importa cuán íntimo y secreto sea;
de hecho, mientras más íntimo sea, más implacable
será el dedo puesto en la llaga. Porque nuestros miedos son legión,
pero también son sólo retoños del miedo primero y
ultimo: el miedo a la muerte.
Lovecraft decía:
“La más antigua e intensa emoción humana es el miedo, y el
más antiguo e intenso tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”.
Y
lo Desconocido-Definitivo, añadiría yo, es la muerte.
Cito de nuevo, ahora al filósofo Fernando González-Crussi:
“En el ámbito de la experiencia humana, sólo hay dos temas
sobre los que vale la pena escribir: El Amor y la Muerte. Y, si tuviéramos
que abreviar, podríamos bastarnos con uno…”
Los
dos únicos temas universales para la poesía, la ficción…,
y nuestros sueños. Y si el miedo, la angustia, el horror y la muerte
son una parte inexplicable de la vida humana, ¿qué es la
literatura sino el arte de plasmar por escrito de manera estética
los diversos aspectos de la experiencia humana?
Cierto
que el horror suele ocuparse de sucesos y conceptos sobrenaturales, irreales
y fabulosos; pero esto no quiere decir que sea un mero instante de evasión
de la realidad. En lo sobrenatural permean obras tan dispares como Pedro
Páramo, Macbeth, Don Juan Tenorio, La Metamorfosis, Fausto, Ulises;
¿son por lo tanto, obras de evasión? Eso sí, lo fantástico
hace más difícil la lectura de cualquier obra; para lograr
la “suspensión de la incredulidad” necesaria, requiere una imaginación
l bastante intensa, lo bastante fuerte, para derribar por un momento la
barrera de la razón. La gente que dice no leer relatos fantásticos
porque “nada de eso es real”, o que, si lo hace, se ríe de los acontecimientos
sobrenaturales como escéptico exacerbado, lo hace porque su imaginación
es muy débil; porque a su mente le falta la “fuerza” necesaria
para suspender su propia incredulidad y disfrutar de lo fantástico.
Antes
de continuar, pongámonos de acuerdo en la terminología. Hasta
ahora he utilizado la palabra “horror” como término genérico,
pero los puristas del idioma pueden protestar. Hay muchas definiciones
aplicadas a las palabras principales que dominan a este género,
todas contradictorias; la que yo prefiero en lo personal es la siguiente:
El terror es la variante más sutil, limitada a las emociones, a
la atmósfera; es ver una puerta cerrada, escuchar pasos arrastrados
al otro lado y, sin verlo, saber que algo esta ahí.
El
horror es lo que nos resulta físicamente horrible; es cuando la
puerta se abre a medias y vislumbramos a una criatura espantosa salida
de la tumba.
El
gore
o asco es lo que nos causa la repugnancia y asco de manera directa y profunda;
es cuando la puerta se acaba de abrir y vemos la carne amoratada y podrida
del ente, los gusanos removiéndose en las cuencas de sus ojos.
Aclarado esto, regresemos en el tiempo. Regresemos
hasta el principio.
El
horror como género lo podemos rastrear directamente hasta una novela
de Horace Walpole, escrita en 1764 en Inglaterra: El Castillo
de Otranto. Por supuesto que antes de Walpole diversos autores habían
producido obras macabras, que no eran sino el reflejo en la literatura
de las creencias sobrenaturales tan extendidas en esos tiempos; pero
fue la novela de Walpole, pequeña para los estándares de
sus días, la que fundó lo que conocemos como literatura
gótica.
Todos
los elementos básicos de lo gótico estaban en Walpole: el
castillo medieval, los pasajes secretos, las catacumbas y calabozos, los
fantasmas…El Castillo de Otranto es, para qué negarlo, una
obra terriblemente mal escrita, pero el potencial de sus conceptos sería
explotado al máximo por autores de talento quizá muy superior,
pero sin duda endeudados al cien por cien con Walpole.
Toda
la parafernalia gótica ya era obsoleta antes de comenzar el siglo
XX, y sin embargo el cine de horror la rescató y se aferró
a ella desde sus primeros días hasta los cincuenta y sesenta, cuando
Roger
Corman realizó sus magistrales adaptaciones fílmicas
de Poe y la Hammer produjo su serie de cintas del género. Esto se
debe a que los escenarios y elementos de la literatura macabra más
reciente carecen de potencia visual de los dramas góticos, pero
ha causado muchas preconcepciones erróneas entre el vulgo,
al dar pie a la creencia popular de que todos estos elementos son realmente
característicos de la ficción de horror contemporánea.
Nada más falso.
A
la mitad de siglo XIX, Poe, además de extraer la última vitalidad
que conservaba la parafernalia gótica, concibió no sólo
la estructura definitiva del cuento corto, sino también los métodos
más eficaces para la ficción macabra. Y con la llegada del
siglo XX, el género evolucionó por completo.
Arthur
Machen desechó las noches de tormenta y demostró que
el más soleado mediodía podía servir de escenario
para lo macabro; él y varios otros –Robert W. Chambers, Wm. Hope
Hodgson, Algernon Blackwood, M.P.Shiel - dejaron abandonados los castillos
y cementerios que ya sólo serían útiles para el cine
y los reemplazaron por bosques y praderas, pueblos apacibles –en apariencia-,
plácidas zonas rurales… incluso modernas ciudades como Londres o
París abrieron sus puertas al miedo. Este puñado de autores
también comprendió –cada uno por cuenta propia, pues no conformaban
grupo alguno- que el uso de mitos, supersticiones y leyendas conocidas
reducía el impacto de los relatos. Estábamos en pleno surgimiento
de la civilización tecnológica, y los hombres lobo, ánimas
en pena y fantasmas con cadenas ruidosas ya no daban más miedo de
maner automática, como antes. Por eso crearon sus propios mitos,
conceptos, entes. Supervivencias de eras prehumanas, seres venidos de las
estrellas, escenarios contranaturales e imposibles, nombres exóticos
nunca oídos que parecían remontarse a mitos milenarios… Éstos
fueron los nuevos temas del horror. Los cuales Howard Philip Lovecraft
y
los autores de su Círculo retomaron, combinaron y perfeccionaron.
Claro, esto no significa que cualquier otro tema
haya quedado invalidado u obsoleto.
Pero ¿qué define al horror como género? El horror mismo. Sólo aquellas obras que nos producen angustia, perturbación, miedo –o cuando menos, que están encaminadas a hacerlo- pueden ser catalogadas como terroríficas. No basta que una obra contenga fantasmas, demonios o monstruos para ser un cuento de horror. El Fantasma de Canterville, Pedro Páramo, serían denominados terroríficos si bastase con ello. La atmósfera, y ninguna otra cosa, es lo que define al horror; por eso obras como El Golem, de Gustav Meyrink, El Corazón de la Tinieblas de Joseph Conrad, La Letra Escarlata de Hawthorne, y El Primer Loco, de Rosalía de Castro, son novelas terroríficas, aun cuando jamás nos muestran a un ente diabólico como participante directo de la trama.
Hay
quiene pregunta para qué leer horror, habiendo tantos horrores en
la vida real. Pues si no los hubiera, tal vez tampoco leeríamos
ni escribiríamos al respecto. Por muy fantásticos que parezcan,
los horrores ficticios sirven para que proyectemos en ellos nuestros auténticos
miedos y los exploremos directamente, sin adornos externos.
El
horror crea una situación fantástica que permite ir hasta
el fondo del asunto, hasta las emociones implicadas y explorarlas a placer.
Un buen ejemplo lo da Lisa Tuttle: “Lo que me interesa queda en
la zona de los sueños y del subconciente. Creo que la fantasía
y la literatura no realista, tanto si contienen tu terror como si no, son
una forma de tratar directamente ese tema. En vez de hacer que mis personajes
examinen el derrumbe de sus relaciones a lo largo de treinta y tres
páginas, prefiero dramatizar ese derrumbe haciendo que la mujer
sea una extraña criatura mitad serpiente llegada del más
allá. Prefiero exagerar el conflicto y explorarlo igual que hacen
los cuentos de hadas. En vez de limitarme a decir que los hombres se parecen
a las mujeres, prefiero escribir un relato donde el hombre o la mujer sean
un monstruo y decir que no pertenecen a la misma especie”.
Se trata de un proceso análogo al de la caricatura. Una ilustración realista puede retratar a un individuo único, pero mientras menos específico, o más elemental, es el dibujo, mayor es el número de personas que podrían semejarse a él; y el típico círculo con dos puntos y una raya como ojos y boca es un rostro virtualmente universal. Por eso todo mundo disfruta de las tiras cómicas de los periódicos; mientras más elementales los trazos, más puede todo mundo identificar –e identificarse con- el personaje representado. Así sucede con la ficción de horror. En cierto sentido, es una caricatura escrita de la realidad. El caricaturista hábil puede capturar las emociones deseadas con un par de trazos, y transmitirlas directamente al público. El escritor de horror, en cambio, tiene que poner mucho esfuerzo en crear una “realidad” literaria tan sólida como la de cualquier obra realista, pues la facilidad de transmisión de mensajes de un medio visual como lo es el dibujo no existe en la escritura; aún así , el mundo creado por el escritor, por muy sofisticado y perfecto que sea, es análogo a la caricatura en el sentido de que se trata de un medio más propicio para internarse en el ámbito de las emociones por haber sido conformado, aunque sea inconscientemente, con tales fines.
H.P.
Lovecraft clasifica las historias de horror en dos variedades:
Así
es como funciona el horror: una exploración de lo que pasaría
si nuestros peores temores pudieran ser ciertos. Una catarsis de
nuestros miedos reprimidos, pero también una confrontación
con ellos, lo único que nos puede permitir superarlos.
Si
alguien tiene miedo a salir de noche porque podría toparse con asaltantes,
comprenderá muy bien La Hora del Vampiro, de King, donde
no hay que salir al anochecer, pues es el momento de cazar de la criatura;
los padres temen que sus hijos se rebelen contra lo establecido, temblarán
con El Exorcista , donde Regan MacNeil encarna la hija rebelde por
excelencia: es blasfema, obscena, tiene lenguaje sucio, carece de respeto…Las
adolecentes asustadas de los cambios que sufren sus propios cuerpos, y
los muchachos que aún no acaban de entender cómo funciona
la sexualidad femenina, quedarán igualmente provistos de una confirmación
de sus peores temores con Carrie.
Jack Finney nunca tuvo en mente ningún
mensaje político cuando escribio La Invasión de los Ursupadores
de Cuerpos, y sin embargo su novela ha sido vista como una advertencia
anticomunista y como una advertencia anticapitalista, dependiendo de quien
la lea; en ese sentido, resulta una obra política universal, donde
el lector proyecta sus temores sociopolíticos personales en ella,
cosa que no puede pasar con historias de intención política
concreta como, digamos, La Cacería al Octubre Rojo o Topaz.
Fin de la Parte Uno