Nada diremos sobre este relato, salvo que es desgarrador: Ustedes deben leerlo. |
Silencio.
De repente, una voz, artificial:
- Sitúa el cubo dorado, junto al
tetraedro.
Cinco dedos romos, rugosos, asieron el cubo dorado. Lo levantaron. Rápidamente, la pequeña mano llevó la figura, hacia la izquierda, y la dejó junto al tetraedro.
Una leve punzada en la cabeza. Agradable.
De nuevo la voz.
- Clasifica las esferas, por colores.
Las esferas estaban en una caja, guardadas en sus moldes de madera.
Un corto brazo tiró de la caja para acercarla. Tomó una esfera
roja, la mano derecha; la izquierda alzó una esfera verde. La roja
pasó al primer hueco. La mano derecha tomó la esfera amarilla...
Las esferas estaban ordenadas, según la cromática del
espectro. Otra punzada, y regresó la sensación agradable.
- Ve a la mesa, de matemática.
Un cuerpecito ligero bajó de la silla, frente a la mesa de noción
espacial. Dos pies desnudos, rugosos, avanzaron sobre la moqueta blanca.
Hasta la silla de la mesa de matemática.
No hubo punzada.
- Suma, siete más dos.
Los deditos asieron un ábaco, y continuaron con su tarea...
—¿Hasta dónde puede llegar?
—Es difícil saberlo. Tal vez supere la cualificación
estándar, o tal vez no.
El delegado supervisor frunció el labio superior. En parte porque
el sujeto tenía pinta de apestar. En parte porque la situación
apestaba.
—No puedo creer que les esté costando tanto hacer que pase las
pruebas. Deberían saber cómo solucionarlo.
—No soy un alquimista, señor Amraw, ni la ciencia es una magia
—contestó, indignado, el doctor R. E. Sherman—. No sabremos cuál
es su límite hasta que lo alcancemos, y, aun así, tendremos
que hacer más pruebas para certificarlo.
—Le recuerdo que soy un político, no un ignorante, doctor. Quiero
fechas, plazos de conclusión. Si yo le encargo un perro azul, usted
ha de contestarme: «Estará listo para el lunes, Ed.».
Sherman miró al cielo.
—Sin datos suficientes, no podemos prever nada. En esta materia tanto
da equivocarse por poco que por mucho.
—¿Cómo puede decir que no tienen suficientes datos?
—¿Le parece sencillo hacer previsiones sobre el resultado que
dará la combinación de millones de variables?
Amraw hizo un sonido desaprobatorio.
—Aproximadas, al menos...
—Ni aproximadas, siquiera. No tenemos datos suficientes.
—¿Después de quince meses? Doctor Sherman —adoptó
un tono de falsa condescendencia—, yo no soy un científico, pero
usted tampoco es un político. Fíjese bien, porque quiero
que vea la lógica de la situación: trescientos cincuenta
millones pueden comprar muchos o pocos votos; sin embargo, su investigación
no nos inclina ninguno. Por otro lado, su investigación puede resultarnos
poco o muy rentable, pero sus resultados en quince meses no recuperan ni
un solo dólar de la inversión. Creo que tiene suficiente
sentido común, doctor, para comprender que necesitamos resultados.
—Amraw, no piense que no he tenido en cuenta desde el principio su
particular concepción de la investigación científica.
Siete sujetos han muerto ya por un exceso de precipitación. Siete
sujetos entrenados, a costa de buena parte del presupuesto.
—No logrará más tiempo con ese argumento, doctor —Amraw
miró de nuevo hacia la sala de entrenamiento—. En todo caso, logrará
que le expulsen del proyecto, por incompetente.
—Ustedes no distinguen la incompetencia de la consecuencia.
El político adoptó una postura petulante; puso las manos
en la espalda, alzó las rubias cejas y apartó la vista de
la vitrina. El pelo, recogido en la nuca, osciló con un toque negligente.
Finalmente concluyó:
—Es probable que eso sea cierto, doctor. Pero, para mi gente, es un
riesgo calculado. Nos aseguramos de no dejar asuntos importantes en manos
de incompetentes.
Amraw se despidió con un gesto vagamente militar. Sherman se
quedó solo, indignado. El hombre no había esperado siquiera
a ver las pruebas de la mesa de electrónica.
Dio un par de golpecitos en la vitrina. Cuando el sujeto alzó
la vista hacia él, encendió el micrófono.
- Jerry, descansa.
La mañana siguiente, Jerry estaba de nuevo frente a una mesa,
en la sala de entrenamiento. Tenía una leve percepción de
que las prácticas habían sufrido alguna alteración
el día anterior. Hacía tiempo que no había hecho las
pruebas sencillas; del mismo modo, los estímulos de ese día
habían sido muy poco satisfactorios.
La voz estaba allí, de nuevo. Como todos los días.
- Monta un módulo, el setenta y dos.
Sus cortos dedos buscaron el diagrama en un montón de fichas.
Lo encontró al cabo de un momento, sus pequeños ojos oscuros
observaron los símbolos dibujados en él. A su lado tenía
una pila de placas de prueba; delante, dos clasificadores etiquetados con
los mismos símbolos. Empezó a buscar los componentes uno
por uno, y sus rosadas yemas los introdujeron en las conexiones adecuadas
de la placa de prueba. Puso la clavija, ajustó el transformador
al voltaje correcto y conectó el módulo.
El ojo de cristal del techo evaluó el trabajo de Jerry. Era
correcto y se lo hizo saber de la forma acostumbrada.
—¿Qué está haciendo ahora?
La doctora Ernid M. Basker observaba a través de la vitrina,
junto al doctor Sherman. Su especialidad era la neurónica. La del
doctor la ingenética.
—Está montando una escucha telefónica.
La doctora simuló un tanto de admiración.
—Vaya, nuestro querido Jerry ya es todo un Guglielmo Marconi. Un alumno
avanzado, ¿verdad?
—No tenemos nada mejor —rezongó.
La doctora Basker decidió ir al grano.
—Ayer estuvo aquí un delegado del gobierno.
—Sí.
Sherman no añadió nada más, salvo una mueca de
amargura.
—Y ¿bien?
—¿No has leído el informe?
La doctora sonrió, irónicamente.
—Nunca he sido capaz de desencriptar los informes oficiales, Shery.
Son tres eufemismos por cada dos palabras, demasiado para mi frágil
mente.
—Ya. Bien, el gobierno quiere resultados. No creo que su delegado nos
conceda más de dos o tres meses.
—¿Qué ha propuesto para cuando se agoten y vea que aún
no está listo su batallón de soldados leales?
—Me ha amenazado con cortar el presupuesto, y con degradarme de por
vida.
La voz de la doctora se tornó melosa.
—¡Oh! Pobrecito —le pasó el brazo por la cintura—, nadie
comprende a este triste y desvalido científico loco.
Se rió agradablemente, y finalmente Sherman la acompañó.
Pulsó rápidamente en el teclado, sin mirar, y entonces dedicó
toda su atención a la doctora. La asió por la cintura, y
juntos se dirigieron hacia la salida.
- Monta un módulo, el setenta y cuatro.
Las dos figuras tras la vitrina se marcharon, entre susurros y risas
fugaces. Jerry se quedó solo en la sala de entrenamiento. Siguió
con su trabajo, ajeno.
Primero, la placa de pruebas...
—Es Amraw, al teléfono.
Sherman lo maldijo, lejos del alcance del auricular. Lo tomó
de la mano del empleado y se sentó en su silla.
—Es Sherman —contestó.
—«Ah, doctor. ¿No tiene mucho valor en su jerarquía
de prioridades el atender la llamada de un representante del gobierno?»
—Hace tiempo que desistí de hacerle comprender el sentido de
la consecuencia, Amraw.
—«No, doctor. Es usted el que no comprende el sentido de la incompetencia.
Nuestro sentido de la incompetencia. He de advertirle que el tiempo del
que dispone su equipo está agotándose.»
—Demonios, Amraw. Hace tres semanas que estuvo aquí. Si quería
que nos apresurásemos, debería habernos advertido antes.
—«Se equivoca de nuevo, como es lógico. Les apremié
a que tomaran los datos que tuviesen y extrajesen algún resultado
útil. Dígame, y ya sabe lo que espero oír: ¿Están
preparados ya para entrenar unidades de infantería?»
- Dispara, a la diana roja.
Las arrugadas manos alzaron el arma, de diseño y peso adaptados
a su constitución. Alineó la mirilla con el blanco. Abrió
fuego, y acertó.
—Tendremos resultados definitivos dentro de treinta días. Entonces podremos empezar los entrenamientos en serie.
- Coloca la esfera, en el pozo de agua.
En una sala que reproducía un suburbio tropical, Jerry tomó
la esfera, y llegó hasta el pozo. Era un hueco demasiado grande
para la esfera; buscó otro.
Una punzada dolorosa reprendió su acción
Retrocedió, de nuevo hasta el pozo. Era un hueco, suficiente.
Arrojó la esfera al interior.
—«¡Dios, Sherman! ¿Es que no es capaz de comprenderlo? ¡Si le pregunto si ya están preparados, es por que los quiero preparados ya! ¡No dentro de un mes!»- Coloca la mina, en el camino de tierra.
Dudó un momento. Los electrodos chispearon, estimularon sus neuronas,
tal y como habían hecho durante dos interminables meses. Observó
a su alrededor, y encontró algo con lo que cavar la tierra del falso
escenario.
—Si quiere que empecemos el entrenamiento, Amraw, aumente el presupuesto. Continuaremos la investigación con los sujetos actuales al mismo tiempo que entrenamos un grupo nuevo.
—«Doctor, me permito recordarle que soy yo quien determina el presupuesto. Usted ha de limitarse a hacer sus ciencias y sus experimentos. Apáñeselas con lo que tiene ahora mismo, porque no va a tener nada más.»
—Desde luego. Ustedes recortan el presupuesto para investigación, y después nos exigen milagros, ¿no es así? ¿Qué va a ser lo próximo, Amraw? ¿Bombas nucleares a veinte centavos?
—«¡Déjese de estupideces, doctor! ¡Gastamos en investigación mil veces más que hace cincuenta años! ¡Y no les exigimos más que la mitad de proporción en resultados! ¡La mitad, Sherman, no menos!»
Los electrodos le azuzaron. Tomó la mina, comenzó
a colocarla en el hoyo recién excavado. Sus dedos nudosos se deslizaron
torpemente por ella. Se le resbaló. Trató de cogerla en el
aire, pero la asió por el detonador.
¡Mal!
Una oleada de dolor crispó sus músculos a lo largo de
todo su sistema nervioso. Comenzó de nuevo.
Tomó la mina; la resaca del dolor aún reverberaba en
su piel. Se distrajo, la palma de su manita izquierda apretó el
detonador.
¡Mal!
Se arqueó, rígido. Pasaron los segundos, y los electrodos
le liberaron de nuevo. Jadeaba fuertemente. Se puso en pie, aturdido. Pisó
la mina.
¡Mal!
Corrió, lejos de allí... ¡Mal! ...cayó;
se levantó. Quería que abriesen la puerta.
¡Mal!
Se sujetó las sienes.
¡Mal!
¡Mal!
Su cuerpo yacía, inconsciente, cuando alguien dejó de activar los electrodos.
En su agitación, el doctor Sherman se levantó y volcó
su silla.
—¡Puede meterse sus proporciones por donde le quepan! ¡Aquí
vivimos de las migajas de sus proyectos de psicología de masas y
su estúpida afición a enviar chatarra al espacio! ¡Si
quiere resultados, denos más tiempo! ¡Si no tiene tiempo,
cambie su estrategia, Amraw!
—«¡Doctor, la guerra no puede detenerse! ¡Mañana
será tarde; dentro de un mes será inútil! ¡Si
no tenemos a punto esos soldados, perderemos el control de las refinerías
de Nigeria, y Dios sabe que no vamos a rogar a Gran Bretaña que
utilice militares kenianos para combatir a la guerrilla! ¡Usted no
es nadie para elegir la política exterior de los Estados Unidos!
¡Obedezca, o considérese algo más que profesionalmente
muerto!»
Sherman tembló de tensión, casi convulsivamente. Sus
mandíbulas se apretaron; leves aureolas de sangre manaron de las
encías.
Las uñas delinearon en rojo su frustración sobre
la palma de su mano izquierda.
—«¿Y bien, Sherman?»
Tres desgarros musculares se deshilacharon en los pectorales del doctor.
—Tendrá sus soldados —dijo al fin, y su voz fue otro desgarro—.
Nada más termine el entrenamiento los prepararemos para el traslado...
—«¿Ve, doctor, cómo usted estaba equivocado?»
—...pero le advierto, Amraw: es usted quien va a tirar el dinero invertido.
—«Doctor Sherman, doctor Sherman, deje eso en manos de nuestro
ejército. Sacarán todo el provecho de sus "sujetos", se lo
garantizo. Limítese a cumplir con su trabajo, y usted y yo seguiremos
siendo amigos. ¿Verdad, que lo seremos, doctor?»
»¿Verdad, doctor Sherman?»
La doctora Barker abrazó a Sherman, dando y buscando consuelo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —le preguntó, desesperada—
¿Qué va a ser de nuestro historial?
Sherman se escabulló de los cálidos brazos para sentarse,
rígidamente.
—Si el proyecto no da resultados no seremos responsables. Asumirán
el fracaso, no nos culparán a nosotros, pero tampoco reconocerán
su culpa.
—¿Es demasiado tarde...? —la angustia le impidió completar
la frase.
Sherman la entendió.
—No. Aceleraremos el entrenamiento. Hasta donde lleguen será
suficiente. Son de usar y tirar, ya sabes.
La doctora Barker se sentó en sus rodillas. Abrazó su
cuello, y compuso un apenado beso en los labios de Sherman.
—Lo sé. Pero comenzaremos de nuevo, ¿verdad, cherie?
Jerry descansaba en su silla. Había terminado la última
sesión de entrenamiento.
Había fracasado en todas las pruebas de aquél día.
La sala estaba vacía. La vitrina también. Hacía
dos semanas que se habían acabado las atenciones.
En su oscura piel se esbozaba ya el perfil de cada una de sus costillas.
Todavía aguardaba a la voz. Quería escucharla, que le
dijese algo agradable: Jerry, suma ocho más tres. Jerry, apila las
maderas. Jerry, monta el módulo tres.
No escuchaba nada.
Será dentro de un momento. Quizás ya es el momento. ¿No
oye algo?
No.
Espera. ¿Tal vez ahora?
No.
Recorrió la mesa con la vista. Sus almendrados ojos marrones
saltaron de un objeto a otro. Entonces escuchó una voz agradable,
dentro de su cabeza.
- Jerry, conecta el transformador.
Sus deditos de gruesa piel vibraron de ansiedad, mientras colocaban el enchufe, en el lugar adecuado.
-Jerry, monta el módulo noventa y ocho.
Concentrado intensamente, ensambló los componentes sobre la placa
de pruebas. El de los dos círculos concéntricos solo lo había
utilizado una vez, y sabía bien para lo que servía.
Terminó el módulo, y lo conectó al transformador.
Esperó a la voz. Dijo:
Tócalo.
Su mano, débil, temblorosa, dudó a escasos centímetros del circuito.
Tócalo, Jerry. Aquí todo es agradable.
La áspera palma se posó sobre la placa. Las convulsiones
eléctricas sacudieron el pequeño cuerpo. Le soltaron, cuando
al fin cobraron su peaje.
El tosco cuerpo del homínido se desplomó, libre.
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