Bienvenidos. Pasen y miren el arbol genealógico de mi familia: bisabuelos, abuelos, tios. Todos tienen una historia que contarles. Todos quieren hablar con ustedes de sus encuentros con lo sobrenatural. Y yo tambien,si es que me invitan una copa. Usted, ¿no tiene una botella que me regale, por ahí?... |
Leyendas de Marmo.
por el Inge y los Malditos.
Sucedió cuando ya había pasado el
movimiento de la revolución de 1910, cuando había que juntarse
con la bola para ser hombre. El país todavía estaba sumergido
en muchos conflictos, pero en general, había un clima de dulce ingenuidad
entre los mexicanos.
La ciudad era todavía un grupúsculo
de rancherías, con los grandes palacios y los barrios citadinos
ocupando tan sólo una extensión de pocos kilómetros
cuadrados; irónicamente, la ciudad hervía de maleantes, vagos
y tunantes.
En ese ambiente de violencia tan tranquila, el
bisabuelo Petroncio tuvo que hacer algunos mandados hasta el viejo barrio
de Coyoacán; terminó de arreglar sus asuntos hasta cerca
de las seis de la tarde; las calles y avenidas estaban suavemente iluminadas
por la moribunda luz del Sol del atardecer. A esa hora todavía podía
tomar el tranvía que lo llevara al centro de la ciudad, y ahí
conseguir un carruaje o pedirle el favor a alguien para que lo llevara
hasta su casa. De todas maneras, el bisabuelo Petroncio, previeniendo la
posibilidad que el tranvía llegara hasta el centro de la ciudad
aproximadamente a las 8 o a las 9 de la noche, y que el manto de la noche
sirviera de escondite a los pícaros y malandrines más desalmados
conocidos por las personas decentes que se dedicaban a atender sus negocios,
optó por buscar hospedaje en algún rancho o hacienda del
rumbo, por lo menos hasta el amanecer siguiente, cuando pudiera pedir transportación
a algún comerciante que fuera por el rumbo donde estaba su casa.
Así que empezó a deambular por
las callejuelas del barrio, buscando un lugar donde hospedarse; pensaba
en algún granero o almacén, para no tener que gastar. Tuvo
la suerte de encontrar a un hombre que estaba parado frente al zaguán
de su casona y que lo invitó a quedarse. El iba vestido de catrín
y su casa era grande y estaba ricamente amueblada, aunque se veía
vacía; al parecer el caballero que lo había convidado a compartir
su techo era el único habitante del lugar. Quizá el dedicarle
mucho tiempo a sus asuntos no le había dejado el tiempo suficiente
para tener un hogar y familia; solamente para tener esa mansión,
que era grande y rica… y que se sentía extraña.
No importaba mucho de todas maneras, puesto que
había conseguido hospedaje en una casa decente. El señor
que le había convidado su hospitalidad le condujo a los aposentos
que habitaría por esa noche. Estaba ricamente aderezada y no tenía
ventanas, pero si cortinas; la cama descansaba sobre una mullida alfombra,
de complejo y hermoso diseño. La habitación tenía
inclusive un fino mueble de madera cuyo propósito -se adivinaba
a leguas- era servir como cómoda para colocar ahí los diversos
objetos que alguien pudiera necesitar durante la noche. Había un
candelero dorado, parecía de cobre, aunque un exámen más
cercano reveló que era de oro. Los cajones del mueble estaban vacíos,
pero en uno de ellos estaba rayonado (al parecer con un clavo) con un extraño
símbolo en forma de estrella. Tenía cinco puntas y estaba
encerrado en un círculo; tenía algunos símbolos dentro
de ella: era claro que el señor de la casa se debía ocupar
de asuntos astrológicos o alguna otra ciencia similar, posiblemente
por eso era tan callado y solitario.
Ese asunto no era de su incumbencia, de cualquier
forma; además eran ya casi las 8, así que apagó las
velas del candelabro y se durmió inmediatamente.
Esa noche tuvo un sueño: se soñó
a sí mismo dormitando en su cama. Estaba recostado sobre el lado
izquierdo, a sus espaldas pudo percibir una prescencia extraña.
Tener un sueño es una experiencia bastante rara, uno se puede dar
cuenta de cosas que -en forma lógica- no podría saber. Así
fue como se pudo dar cuenta que el ente que existía a sus espaldas
era el Diablo, no cualquier demonio, fantasma o aparecido, sino Lucifer
en persona; por supuesto que el miedo lo llenaba de la misma forma que
la humedad se trepa por las hebras de la tela. No lo podía ver,
pero se pudo dar cuenta que reía en silencio.
- Yo soy el Diablo, y vine a demostrarte que
soy más poderoso que cualquier otra cosa.
El bisabuelo Petroncio no sabía porqué
el Diablo estaba ahí para demostrar eso, lo único en
que pensó era tratar de convencerlo de que nunca había dudado
de su poderío; así que eso fue lo que dijo:
- Pero yo nunca he dudado de tu poder.
- Hace rato, en la cantina dijiste que nadie
era mejor que tú. Que eras el más poderoso en la tierra y
el cielo y que yo te hacía los mandados.
- Estaba borracho, y lo que dije no…
- Por eso vine, para mostrarte que yo puedo dominar
lo que quiera en el lugar que me dé la gana.
El miedo inundó la mente del bisabuelo
Petroncio y le impidió que su mente tuviera cualquier pensamiento
racional por lo que no pudo articular palabra alguna. El Diablo empezó
a carcajearse mientras decía:
- Ahora te podrás dar cuenta: estoy en
poder de tu cuerpo. Yo lo domino, tu mente está separada, tu cuerpo
ya no te va a responder.
Y el bisabuelo se dio cuenta: estaba acostado
sobre su costado izquierdo, de espaldas al Diablo, por lo que trató
de moverse para quedar acostado sobre su espalda; pero no pudo. Simplemente
su cuerpo no le respondía.
Era como si su mente ya estuviera despierta,
pero su cuerpo siguiera dormido.
Con el miedo atroz que empezó a invadir
su alma, lo único que pudo pensar fue en ponerse a rezar; hacía
ya mucho tiempo que él ni siquiera se paraba en la iglesia, pero
los versos del padrenuestro simplemente eran imborrables; se habían
quedado en su memoria desde que cursó la escuela del catecismo,
cuando era niño.
Ni pensar que su boca le fuera a responder, por lo tanto, simplemente pensaría en el acto de rezar. Eso sería más que suficiente.
Santo sea tu nombre
Y la virgen que ...
No, así no iba. Otra vez.
Padrenuestro que tu nombre esté santificado
Por la dulce virgen que ...
No así tampoco.
Padrenuestro que estás en el cielo
Y tu nombre santificado fue ...
No. Así tampoco.
Fue en ese momento que sinto que se le erizaban
los pelos de la nuca.
No lo podía recordar. ¿Y
‘ora?
A su espalda oyó una risotada gutural,
fuerte, pero como si ocurriera muy lejos de ahí; como si la carcajada
se hubiera producido siglos atrás, y él solamente estuviera
oyendo el eco. Y con la carcajada oyó al propio diablo:
- Así ya no me vas a olvidar cabrón.
Y nada más esperate a que despiertes.
~~~o~~~
Despertó sudando, en medio del tremendo
frío matinal. Ya había amanecido, pero todavía se
distinguían algunas estrellas en el cielo y no se oía movimiento
en las calles.
Estaba recostado no en la amplia habitación
en donde había entrado la noche anterior, sino en el suelo húmedo
por el rocío matinal; la anteriormente mullida almohada era una
piedra de río que estaba abandonada en ese lugar. Mirando a su alrededor
se dió cuenta que el lugar donde había visto la casona que
lo había albergado era en realidad un terreno baldío, lleno
de basura, hierbajos salvajes y excremento de perro.
Se levantó de un salto y corrió
lo más rápido que pudo: su cuerpo casi congelado por el frío
y el rocío matinal y su alma congelada por el miedo. Lo único
importante era alejarse de ahí, sin importar dónde. Tuvo
el presentimiento de que alguien lo vigilaba, de que había alguien
–o algo- a sus espaldas; casi podía oir las carcajadas de ese alguien,
aunque ni por un segundo volteó para percartarse que no había
nadie. Tan seguro estaba que acababa de pasar una noche en casa del diablo.
Yo creo que tu bisabuelo tuvo que cargar con ese
presentimiento lo que le quedó de vida, porque se la pasaba en las
pulquerías, descuidó sus negocios hasta el grado que dejó
a tu bisabuela y a sus hijos (entre ellos a tu abuela) literalmente en
la calle, hasta que un día, cuando tu abuela tenía como 10
años, él se fue a atender un asunto y jamás regresó.
Unos años después tu bisabuela averiguo que se había
regresado a Guanajuato a pelear con los cristeros y ahí lo habían
matado.
Esa vez iba tu abuelo Leonel caminando por la
calle, recién salido de la cantina, borracho y con sus amigotes.
Serían alrededor de las dos de la mañana, sucedió
en la década de los 40s, no puedo recordar exactamente el año.
Después de andar juntos a lo largo de
algunas cuadras, el grupo se fue disgregando, hasta que tu abuelo quedó
solo, atravesando las calles –a veces- despejadas.
En eso vió a una muchacha al otro lado
de la calle; en la penumbra apenas se distinguía la blancura de
su vestido y lo largo y negro de su pelo.
Sabrás que tu abuelo era muy guapo, con su frente amplia que lo hacía parecer más inteligente y su bigotito, siempre derechito y bien recortadito; aunque estuviera muy borracho, siempre conservaba su porte distinguido, y solamente se le veían sus ojos rojotes, como semáforo.
Bueno, la cosa es que tu abuelo sabía esto, por eso cruzó la calle para platicar con la muchacha. Ella estaba sola y parecía esperar a alguien; ya de cerca, era notable su bello rostro, con una piel blanca y de aspecto terso, como los pétalos de una flor, con ojos y cabello tan negros, como blanco era su vestido, vaporoso, como de tul, y lleno de olanes y encajes. Tu abuelo estaba todavía felicitandose por su buena suerte cuando se dió cuenta que ella le sonreía y hasta le hacía ojitos.
Así que se fajó el pantalón
y la camisa, se alisó el saco y acomodandose el sombrero la invitó
a caminar con él. Tan feliz se puso que ella haya aceptado su breve
compañía -a través de la más dulce y encantadora
de las sonrisas- que olvidó por completo averiguar si ella se dirigía
a algún lugar, o si estaba esperando a alguien. Simplemente caminaron
por la calle.
Iba tratando de ser tan encantador que no se
fijó que la calle estaba tan sólo iluminada por la mortecina
luz de la Luna, solitaria y silenciosa. Extrañamente silenciosa,
no se podía percibir ni un ruido. En ésa época del
año se secan las hojas de los árboles, y caen al suelo; y
generalmente el viento las barre. Aunque había viento, ni siquiera
eso podía oirse. Bajo la luz de la Luna, pudo ver mejor a la muchacha.
Su piel no era
blanca, sino más bien amarillenta
y casi traslúcida, sus ojos estaban hundidos, rodeados por unas
enormes ojeras que parecían estaban pintadas por alguien. En realidad
no era delgada, sino flaca -casi huesuda. Su vestido era blanco, pero no
estaba adornado con olanes ni encajes, parecía como desgarrado y
viejo; aparte, la orilla de la parte de abajo, estaba negruzca y raida
por su fricción con el piso.
Obviamente que sintió miedo, pero debido
a que pensaba que esa mujer era una prostituta, y que lo estaba internando
en callejuelas que él desconocía, y que lo asaltarían
y golpearían entre ella y alguna pandillita.
En eso estaba pensando, cuando la volteó
a ver: estaba aún más flaca de lo que recordaba, su expresión
recordaba la de un cadáver ya momificado, desdentado totalmente
y su pelo estaba tieso, grisáceo y desordenado. En ese instante
parecía un poco más alta que él, pero parecía
seguir creciendo, haciendose más alta; tratando de no quedar paralizado
por el terror, pudo ver que la orilla de su vestido ya ni siquiera
tocaba el piso..., y seguía elevándose.
No tardó ni un segundo en huir corriendo,
lo más rápido que le permitían sus piernas; sin embargo
no se alejó lo suficiente como para no oir el ya consabido grito
de "¡Ay, mis hijos!"
Desde entonces, tu abuelo Leonel -aunque nunca
había podido controlar su alcoholismo- se volvió violento
e impredecible, golpeaba a tu abuela y destrozaba muebles. Inclusive hasta
el día en que perdió la razón y -al parecer- se regresó
a su pueblo, siguió mostrando su malhumor, su odio y violencia.
¡Huy!, ¡hace ya un titipuchal de años!,
cuando tu tío tenía la edad de tu sobrino Oscar, 12 o 13
años más o menos; tu abuelo Leonel había llevado a
tu abuela y a sus hijos e hijas a su lugar preferido para excursionar:
al desierto de los Leones.
Ahí todos podían correr, gritar,
jugar y chivear todo el santo día, sin darle lata a tus abuelos.
Después de 10 o 15 minutos de caminata,
descubrieron un claro en el bosque. El piso estaba formado por una gran
roca lisa y plana; esta planicie estaba inclinada hasta terminar en una
pila bastante grande formada por piedras; como no habían árboles
ni alguna otra planta que se interpusiera, tu tío Rolando se echó
a correr, sin sentir que la inclinación del piso le estaba dando
tal impulso a sus piernas que no iba a poder controlarlas para frenar antes
de estrellarse con la pila de piedras. En otras palabras, Rolando ya se
había desbocado en su carrera, y se iba a estrellar con las piedras
amontonadas al final del claro en el bosque.
De algún lugar, llegó corriendo
un hombre de piel negra, bastante alto y fuerte que se interpuso en el
camino entre Rolando y las piedras, deteniendo su loca carrera – ya sin
control – y salvándolo de un buen golpe que seguro le iba a dejar
fracturados más de dos huesos de su cuerpo todavía infantil.
Corriendo llegaron tus abuelos –Doña Martha y Don Leonel- para estar
con su hijo y agradecerle al buen extraño el gran favor que había
hecho al salvar al muchacho del golpazo que se iba a dar.
El hombre tan sólo sonrió brevemente
y se alejó de ahí, con grandes y pausadas zancadas.
Unos meses después, cuando tu mamá,
tu tía Catalina y tu tía Clementina estaban cursando el catecismo,
se enteraron que existía un santo de raza negra, Sn. Martín
de Porres; no solamente era negro, sino que sus facciones recordaban claramente
al hombretón negro que había salvado a Rolando de su golpe.
Cuando terminó la clase de catecismo, ni tardas ni perezosas corrieron
a su casa a contarle a tu tío Rolando –su hermano mayor- su descubrimiento;
él sonrió ampliamente y dijo que ése era su santo
patrón y protector, “siempre lo querré y lo respetaré”,
dijo en ese entonces.
~~~o~~~
Al paso del tiempo, los muchachos de ese entonces
crecieron y prosperaron, tu mamá y tus tías y tíos
se casaron, después vinieron tú, tus hermanos, tus primas
y primos. Pero también llegó el alcoholismo. No sé,
quizá fue el ambiente en que se criaron, o fue la herencia de tu
abuelo o vete tú a saber, pero tus dos tíos –Rolando y Alejandro-
cayeron en las garras de la bebida.
Después de muchos años de contaminar
su cuerpo con bebidas etílicas, tu tío Rolando empezó
a resentir los efectos de su alcoholismo. Sin embargo, él seguía
igual de gordito, simpático, dicharachero y lúcido como siempre;
aún en sus peores borracheras, tu tío nunca perdió
su sentido de responsabilidad y honestidad: en cierta forma ni siquiera
parecía borracho.
Todo siguió igual hasta el día
de la tiendita.
Fue a mediados de la década de los 80’s
cuando tu tío estaba tomandose unas cervezas en la tiendita que
estaba en la esquina de la cuadra donde vivía, cuando lo vió:
un tenue resplandor en la parte alta de la pared de la tienda que fue aumentando
de intensidad y delinendo claramente una túnica, unas manos unidas
en posición de rezo... y unos ojos café enmarcados por un
rostro con piel negra. La aparición no movia los labios, aunque
tu tío oyó perfectamente la voz en su oido.
- Hijo... Rolandito... ¿Por qué
me has tratado así?, ¿acaso no he estado contigo a
lo largo de tu vida?, ¿acaso no te he cuidado desde que eras pequeño?
- Tú.... ¿quién... ¿quién
eres?
- Tú ya lo sabes. ¿Recuerdas
cuando eras un niño? Dijiste que siempre me querrías y me
respetarías. Yo siempre he querido que vivas. ¿Por qué
tu no quieres lo que yo?¿Por qué no respetas mi deseo? No
sólo te has causado daño, te lo sigues causando, a pesar
de que sabes lo que haces. Todo el daño que te has hecho y que te
haces a tí mismo, también me lo haces a mi. ¿Es que
ya no quieres que esté contigo? - Dijo el santo mientras
mostraba una sonrisa paternal.
- Yo... yo... lo siento, perdón.
- Hijo mio, mi pequeño... Ahora tengo
que dejarte libre, tengo que dejar que sigas tu camino, tengo que abandonarte.
Siempre creí en tu cariño, pero me decepcionaste.
- No, no. No te vayas por favor..., yo me compondré,
ya seré bueno, dejaré esto..., perdóname, ya no volverá
a pasar...
Pero el resplandor ya se estaba extinguiendo y
la figura se estaba desdibujando, confundiendose con la pintura vieja de
la pared.
Nos dijeron que no vieron ni oyeron nada; que
solamente vieron como Rolando se dejaba caer sobre sus rodillas, sollozando
y pidiendo perdón; pensaron que era un delirio de alcohólico.
En ese momento solamente él sabía la realidad, nosotros la
sabríamos hasta años después.
Llegó con fiebre cuando lo llevaron a la
casa; estuvo encamado durante cuatro días hasta que amainó
la fiebre y cesaron los delirios. Nos dijo a todos que ya se había
recuperado, que ya estaba bien, pero sus ojos ya no estaban vivos, eran
como un par de agujeros en el piso, llenos de lodo.
Nunca dejó el alcohol, a pesar de las
advertencias del médico y de su propio cuerpo, no le importaba que
su sangre ya estuviera mezcalada con su orina, no le hacía caso
a los dolores que le aquejaban hasta cuando dormía, prestó
oidos sordos cuando en el hospital le dijeron que prácticamente
su hígado era inexistente, que la cirrosis que lo aquejaba amenazaba
con devorar su vida... Nada le importó durante los 7 años
que duró su agonía. Pero hubo un pensamiento que lo persigió
durante todo ese tiempo, que nunca lo dejó en paz, un pensamiento
que formó sus últimas palabras: “Yo le mentí, por
eso me abandonó”.
Cuando era joven, tu tío Alejandro se ocupaba
más de ustedes: los llevaba al centro, a pasearse y a que vieran
las luminarias en septiembre y en navidad, de las que ponen en el zócalo.
Les contaba cuentos cuando eran chiquitos y a veces hasta los llevaba al
cine y jugaba futbol, cuando no andaba de borrachote o ligandose cualquier
cosa que tuviera faldas.
Una de esas salidas al centro, nostálgicas
y familiares, mis hermanos, primas y yo íbamos tan felices, tan
relajados, tan…, sintiendonos parte de ésta ciudad, que empezamos
a cantar. Primero fui yo. Me sentía libre, seguro…., no sé,
tan acompañado; cuando los demás oyeron mi voz, también
empezaron a canturrear las estrofas:
“Lindo capullo de Alhelí
si tu supieras mi dolor,
correspondieras a mi amor
y calmaras mi sufrir…”
En realidad no cantábamos… Berreabamos
de lo lindo; pero nos estábamos divirtiendo mucho. Bueno, esto hasta
que nos oyó mi tío Alejandro. Nos calló con un potente
grito: “¡ya cállense, escuincles condenados, ¿no ven
que esa canción atrae al diablo?”
Todos nos callamos, en medio de risillas de complicidad.
Pensábamos que en realidad nos había callado porque estábamos
armando mucho escándalo. Eso del diablo era un cuento para espantar
niños; era solamente cosa de películas de terror.
Al paso del tiempo tu tío fue olvidándose
de la chamacada, sus intereses ya empezaban a cambiar: ahora ya casi no
salía con ustedes, sino con chavas, o para buscar chupes, o las
dos cosas.
Por eso fue extraño cuando lo oimos decir:
“voy a llevar a los escuincles al cine, al centro”. En ese momento,
en casa de mi abuela (donde vivía mi tío) solamente estábamos
uno de mis hermanos, mi amiga Carmen y yo; tanto mi mamá, mis tías
y nosotros nos pusimos muy contentos. Creimos que mi tío se iba
a jalar una de sus amiguitas, y que nos llevaba para que ella sintiera
más confianza, y luego nos iba a botar por ahí para que fuéramos
al parque o algo; pero simplemente subió a su coche y dijo que nos
metiéramos pa’dentro.
Cuando llegamos al centro, llegando a la calle
donde se encuentra el cine Teresa –San Juan de Letrán en ese entonces,
antes de que ese cine se convirtiera en un refugio pornográfico-,
mi tío busco una cantina y se metió en ella. Pero eso si,
antes nos dio dinero para que hicieramos lo que se nos diera la gana.
Como teníamos ganas de cine, nos metimos
a ver la película que estaban pasando.
La función terminó ya como a las
10 de la noche. Tratando de parecer bien machos ante Carmelita, sin demostrar
nuestro miedo a la oscuridad, y recordándo nuestros juegos de hacía
algunos años, empezámos a entonar
“Lindo capullo de Alhelí
si tu supieras mi dolor…”
Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando
oímos que una voz de hombre también entonaba esa canción;
pensámos que mi tío había entrado en el juego (ya
entrado en copas, desde luego). Nuestra alegre sorpresa se tornó
en sospecha y miedo cuando oímos otra voz de hombre haciendole coro,
y luego otra, y otra más.
Los vimos saliendo de un callejón, sin
ninguna otra persona que presenciase ese grotesco desfile: en medio de
un fuerte olor como de huevo podrido, salieron unos cerdos cantando y moviéndose
al itmo de la música del “Capullo de Alhelí”, estaban todos
rígidos y su andar consistía en contonearse rítmicamente
para poder avanzar. Parecían como de cerámica, todos rosas
y con una figura que parecía una lejana caricatura de un cerdo real.
No parecían tener pelo, pero si había fuego en su interior,
las llamas salían a través de sus ojos, su hocico y sus narices.
Nos encontrábamos totalmente paralizados
de terror, hasta que el último cerdo volteó con un salto
y nos dijo sonriendo y babeando: ¿no quieren cantar?
Creo que Carmen fue la primera que echó
a correr. Pero mi hermano y yo no tardamos en alcanzarla.
Casi sin saber adonde íbamos, fuimos a
dar exactamente en la cantina donde mi tío se había metido
a emborracharse.
En medio de nuestros gritos histéricos,
y del llanto de Carmen, pudimos relatarle a mi tío lo que nos había
sucedido a partir de que empezamos a cantar “Capullo de Alhelí”.
“Mugres escuincles, un día se los va a
llevar el diablo”, fue todo lo que dijo antes de quedarse dormido.
Las salidas y paseos fueron menguando hasta que
desaparecieron totalmente, igualmente que las ganas de vivir de mi tío.
Progresivamente se fue encerrando en sí mísmo y dejó
de hacer las cosas que antes disfrutaba; incluso dejó el alcohol,
pero ahora parece un muerto en vida.
Carmen y yo siempre fuimos inseparables cuando
niños.
Creo que la conocí desde siempre, dice
mi mamá que “aún antes de que nacieras”, así que era
obvia nuestra amistad.
En aquel tiempo, hace 25 años ya, todavía
existían parques al aire libre con juegos mecánicos, arena
y pasto naturales. El sueño de todo niño. Y ahí se
desarrollaron todas mis aventuras, algunas con Carmelita y mis primos,
y algunas sin ella. En la resbaladilla viajamos al espacio y llegamos a
la Luna y a Marte mucho antes que la NASA. En las estructuras tubulares
en forma de cohetes viajamos no sólo a otros planetas, sino a otras
galaxias. En los columpios viajamos por todo el oceano, visitando tierras
extrañas y peleando con mounstros en el centro de la tierra.
Si, en ese parque hicimos y ocurrieron muchas cosas. No es extraño que haya ocurrido lo que pasó.
Estaba nublado ese día, y el cielo amenazaba
descargar su furia con un aguacero, por eso los demás se quedaron
jugando en casa y no salieron al parque. Tan sólo Carmen
y yo. Carmelita, la que nunca me fallaba aún
en mis fantasías más descabelladas, la que siempre estuvo
conmigo, a la que quise tanto.
Cuando llegamos al parque, a la zona de los juegos
mecánicos, encontramos el lugar desierto y azotado por breves rachas
de viento que ya traían la lejana humedad; pero como ya habíamos
caminado tanto, y ya estábamos ahí, decidimos aprovechar
que los juegos estaban disponibles solamente para nosotros.
Empezamos nuestra exploración en los ya
familiares espacios cuando nos dimos cuenta que el viento había
amainado, igual que el ruido, no parecía haber gente; ni siquiera
las nubes del cielo parecían moverse.
Siendo niños, no le prestamos importancia
a ese detalle; ni siquiera nos pareció raro ver de pronto una niñita
solitaria, sentada en los columpios. Volteó a vernos y con su vocecita
nos dijo que la empujáramos, que si queríamos, jugáramos
con ella para que no estuviera sola. No parecía tener más
de 5 años y llevaba su vestidito azul lleno de moños y olanes.
Carmelita corrió hacia ella sin pensarlo dos veces; yo estaba un
poco enredado entre tanto tubo, así que no fui tan rápido
en acudir a su llamado.
Apenas acababa de liberarme de tantas machincuepas
y alrevesamientos que había hecho, cuando oí el alarido de
Carmen. Nunca había oido nada igual, y espero nunca volver a oirlo.
Volteé para ver qué pasaba, pero
ya Carmen estaba corriendo, todavía gritando y llorando, me jaloneó
cuando pasó junto a mi gritándome que corriera, que huyera
de ahí. Yo ya estaba asustado, y por eso le pregunté a gritos
que qué había pasado; ¡tiene cabeza de vaca!, ¡me
volteó a ver y me quería morder!¡Es el diablo, córrele!
No pude voltear a ver si era cierto, pero pude
oir el primer trueno de la tormenta que se desató llevando el eco
de una voz de hombre: “Y nada más esperence a que empiece”.
Corrimos sin detenernos bajo el aguacero torrencial
que ya se había desatado, con rayos rompiendo la extraña
obscuridad que había caido sobre la ciudad, y truenos haciendo que
nuestros gritos se perdiesen en la nada.
Nunca volvimos a visitar ese párque, pero
siempre aparece en mis pesadillas, inmenso, amenazante,…, eterno.
A partir de entonces volví a ver a Carmen
sólo un par de veces, pálida, flacucha, llorosa; sin llegar
a ser siquiera la sombra de lo que era. Por medio de rumores me enteré
que estaba en el hospital, creo que por un intento de suicidio; y que por
eso ya nadie sabía de ella. Un año después de entrar
a la escuela secundaria, me enteré porqué jamás la
volvería a ver: estaba en un manicomio, su familia había
muerto y solamente se sabía que tenía un tío lejano
(y alcohólico).