¿Que sorpresas trae para nosotros una carta? ¿Que mundos detrás de la esquina se esconden tras los trazos de tinta y unas hojas de papel? Tal vez los mundos que pudieron ser aún se encuentren por ahí, en algún resquicio, esperando una visita...que puede ser la tuya. |
por Alberto Chimal |
Cuando la hija de mi hermana cumplió
trece años, en 1998, yo olvidé comprarle un regalo. Peor
aún, me acordé de la fiesta una hora después de que
empezara. No tuve más remedio que ir a mi librero: como hice un
semestre de letras, mucha gente cree que me gusta leer y me regala libros,
que luego yo regalo. Así he salido de apuros muchas veces.
Lo malo fue que nunca había ido a mi librero en busca
de algo para una niña: tuve que buscar durante otra hora, y por
un rato pensé que tendría que elegir entre un juego engargolado
de fotocopias de La muerte de Superman (en inglés), un manual de
autoconstrucción y La isla de los perros de Miguel Alemán
Velasco. La verdad es que tampoco acostumbran regalarme libros para niños.
Entonces, en el estante más bajo del librero, detrás
de los dos tomos que me quedaban del Diccionario Enciclopédico Espasa,
encontré otro libro, de color rosa mexicano, con una flor y una
niña con alas en la portada. Así fue como Ilse (la hija de
mi hermana) recibió un ejemplar nuevecito, o casi, de Se ha perdido
una niña, escrito por una tal Galina Demikina y publicado en español,
en 1982, por la Editorial Progreso de la URSS.
Como llegué cerca de las diez, cuando ya se habían
ido todos, mi hermana se disgustó, y no sirvió de nada que
me disculpara, ni que le dijera que el libro era muy bueno.
—¿Lo leíste siquiera?
—Bueno…, no, pero esos libros siempre eran muy buenos. Había
muchísimos cuando existía la URSS, ¿te acuerdas? Los
vendían en todas partes…
Pensaba improvisarle algo sobre que el libro le iba a servir
a Ilse, para que conociera cómo se vivía en la URSS en esos
tiempos o algo así, cuando ella, es decir Ilse, llegó, abrió
el libro, se puso a hojearlo y casi de inmediato me dijo:
—Está padrísimo.
—¿Qué? —le dije.
Y ella me dio las gracias. Por un momento no entendí de
qué me daba las gracias.
Varios días más tarde volví a ir a la casa
de mi hermana. Ella me reclamó que fuese tan despegado (siempre
dice lo mismo), pero también me dijo que Ilse estaba muy contenta
con el libro. Resultó que no era de la vida real en la URSS: era
un cuento, de esos impresos con letra grande, y se trataba de una niña
que visitaba un mundo fantástico. Sólo ella podía
hacer el viaje y los demás no entendían nada.
—Ah —dije, y mi hermana se dio cuenta de que no me interesaban
los detalles, así que me dio más: la niña se perdía
en ese mundo, en el que se había metido a través de un cuadro
y en el que vivía gente muy amistosa o duendes o algo parecido.
Había una rosa que tenían que cuidar, como en La Bella y
la Bestia. Al final aparecía el tío de la niña, que
era pintor pero también una especie de mago (él había
hecho el cuadro mágico, pues), y el final era feliz. El mensaje
del libro era como una “reflexión” sobre la familia, pero también
sobre el mundo verdadero, y sobre el arte y los artistas...
—Ah —repetí, y no pude recordar cómo había
llegado aquello a mi librero, pero me alegré de no haberlo leído.
—Le encantó —dijo mi hermana—. Todo el día está
hablando de lo mismo.
Y entonces me metió al cuarto de Ilse y me habló
en voz baja, como siempre que va a pedirme algo. Lo único malo de
todo el asunto, me dijo, era que Ilse, de tan entusiasmada, estaba escribiendo
una carta a la editorial.
—¿A dónde?
Mi hermana me mostró la siguiente nota, que estaba al
final del libro:
AL LECTOR
La Editorial le quedará muy reconocida si le comunica usted su opinión del libro que le ofrecemos, así como de su traducción, presentación e impresión. Le agradeceremos también cualquier otra sugerencia. Nuestra dirección:
|
—Ah —dije una vez más.
—Quiere mandarles una carta —dijo mi hermana.
—Ya entendí. ¿Qué tiene?
—La URSS ya no existe, Roberto.
(Me llamo Roberto.)
—¿Y? —dije— ¿Qué mas da? No creo que sea
mucho gasto un sobre...
—Pero es que yo ya le dije que la carta no va a llegar a ningún
lado, ya le expliqué todo eso, lo de la URSS, y no me hace caso.
Me tendría que haber hecho caso.
Admito que no entendí.
—Es una niña, Sara —mi hermana se llama Sara.
—Tiene trece años —respondió ella—. A ti no te
gustaba que te dijeran niño a los trece años.
—No es lo mismo —dije—. Yo… Bueno, está encaprichada,
pues.
—¿Pero por qué? Nunca le ha gustado leer, ni nada...
—Es bueno que lea, ¿no? —respondí, y le aconsejé
que la dejara hacer lo que quisiera.
—Roberto, es que es muy raro, te digo...
—No le hace daño —la interrumpí.
(En realidad yo soy menor que ella, y siempre soy el que tiene
que ayudarla.)
Al final, mi hermana me forzó a esperar que Ilse volviera
de la escuela para explicarle que la URSS había sido un país
socialista, formado por Rusia y otras regiones cercanas que se habían
unido después de la Revolución Rusa de 1917, pero se habían
vuelto a separar en 1991.
—Cuando tú tenías seis años —le dije.
Y resultó que Ilse realmente no veía ningún
impedimento para que su carta llegara a los editores de Se ha perdido una
niña y, tal vez, hasta a la misma Galina Demikina.
—El libro está padrísimo —dijo, y agregó
algo como que su carta no podía no llegar. Yo me negué a
acompañarla a la oficina de correos, pero tampoco le importó
demasiado.
Y el problema, desde luego, fue que su carta sí llegó.
O que alguien se tomó la molestia de responder, desde
Moscú o desde algún otro sitio, con una carta en un sobre
con la dirección de Editorial Progreso, Zúbovski bulvar y
todo lo demás, y estampillas que decían CCCP.
—Es decir —le expliqué a mi hermana y a Ilse, en cuanto
pude ir a verlas—, SSSR pero en el alfabeto cirílico, o sea URSS
pero en ruso... Vamos, las siglas de la URSS en idioma ruso son SSSR, y
las letras SSSR en alfabeto ruso...
—Ya entendí —me interrumpió Ilse, y se fue.
Pero eso sí, estaba como loca por la dichosa carta, aunque
no pasaba de un par de frases de agradecimiento. Pensé que se parecía
demasiado a su madre; entonces ella (es decir, mi hermana) me dijo que
el tipo que había escrito la carta hablaba de la URSS.
—¿Ah, sí?
—En la carta dice URSS —me explicó ella—. No puede
ser.
—¿Qué no puede ser?
—¿Qué no entiendes? Te estoy diciendo que este
tipo...
—¿Quién?
—El de la editorial, el que firma la carta.
—¿Cómo se llama?
—¡No importa! Te digo que ese tipo habla como si no hubiera
pasado nada… Como si la URSS todavía existiera, pues.
—A lo mejor tiene síndrome de Alzheimer y no se acuerda
—bromeé.
La discusión que siguió fue muy desagradable. Por
otra parte, mi hermana tenía razón. La carta terminaba así:
“Si alguna vez tienes ocasión de venir a la URSS, no dejes de visitarnos.
Nos entusiasma conocer a nuestros lectores de todo el mundo, y Galina Demikina,
la autora de Se ha perdido una niña, de seguro se alegrará
al saber de ti”.
Luego vino la segunda carta de Ilse, agradeciendo la que le habían
enviado. Mi hermana me llamó y me dijo:
—¿Qué hago, Roberto? ¿La dejo que la mande?
Le dije que sí.
—Ni modo que no. No es nada malo.
—¿Qué tal si, no sé, si es un pervertido?
—Por favor, la URSS está muy lejos...
—La URSS no existe —dijo mi hermana.
—Más a mi favor.
Luego vino la segunda carta de la editorial, con un catálogo
de novedades de 1998.
—Ahí está —dije yo, más tranquilo.
—¿Qué?
—La explicación, Sara. La Editorial Progreso existe todavía.
Estará privatizada o será del gobierno ruso o algo, pero
existe.
—Pero el catálogo dice URSS.
—A lo mejor es viejo.
—Pero es de este año.
Yo empecé a decir que los rusos siempre hacen las cosas
con mucho avance.
—¿No te acuerdas? Nos lo enseñaron en la secundaria:
los planes quinquenales. Todo lo hacen con quince años de adelanto…,
o cinco…
—¿Y también hacen los catálogos de las editoriales?
—me preguntó mi hermana— Además, eso de los planes era de
los socialistas.
—¿No tendrán eso todavía en Rusia?
—Pero le hubieran puesto..., no sé, algo, una etiqueta
para tapar el “URSS” y poner “Rusia”.
—No sé, no han de tener dinero para eso... En serio, Sara:
si lo hicieron por adelantado… Ahorita Rusia está arruinada, es
como aquí, todo está lleno de narcos, de políticos
corruptos…
Luego Ilse quiso encargar, por correo, otro libro de Galina Demikina,
que estaba en el catálogo, titulado La historia del señor
Pez, pero como mi hermana estaba muy nerviosa por todo el asunto le dijo
que no. Y se armó una escena de esas terribles:
—Yo no voy a pagar ese libro.
—¡Mamá, por favor!
—Haz lo que quieras. Ya dije.
—¿Pero por qué no?
—Pues... porque no. Porque no está bien.
—¿Pero por qué no está bien?
Y aquí mi hermana cometió su primer error, porque
perdió los estribos.
—¡Porque no quiero que lo pidas! ¡Punto! ¿Me
entiendes? No lo vas a pedir.
Y su segundo error: que se arrepintió y dijo:
—Ay, Ilse..., Ilse, mira, es que quién sabe a quién
le estás escribiendo, yo no…, esto..., es muy raro, no entiendo...
Siempre los comete en el mismo orden. El único libro que
he comprado es uno de cómo criar a los hijos, para ella, pero tampoco
le gusta leer.
—Nunca me dejas hacer nada —murmuró Ilse con una voz que,
según mi hermana, nunca le había escuchado antes.
Ella preguntó:
—¿Qué fue lo que dijiste?
—¡Te odio! —le gritó Ilse, y se fue corriendo. El
libro llegó uno o dos meses más tarde, a principios de 1999.
Cuando me enteré y fui a verlas, Ilse me recibió
con un abrazo y me aseguró que el libro era tan bueno como Se ha
perdido una niña. Me sorprendió tanta efusividad (luego me
enteré de que a todo el mundo le hacía la misma fiesta),
y más aún que leyera tan rápido: el libro tenía
sus buenas trescientas páginas, y hasta el año anterior Ilse
había leído lo que le dejaban en la escuela y absolutamente
nada más.
Por su parte, mi hermana seguía yendo a su trabajo, haciendo
la comida, lo de todos los días, pero estaba mal. Deprimida: estaba
engordando, tenía ojeras, todo el cuadro. Siempre le pasa lo mismo.
Así que la seguí por la casa (ese es otro síntoma:
se pone a limpiar todo como loca, una y otra vez) hasta que la acorralé:
—A ver, Sara, ya. Qué tienes.
—Es que no entiendo —me contestó—. Ilse…
—Ilse ya no es una niña, Sara. Tú fuiste quien
me dijo…
—¡Es que no es posible, Roberto!
—¿Cómo que no es posible? —y quise recordarle de
cuando ella (mi hermana) había comenzado a usar toallas femeninas,
pero no me dejó.
—¿Qué no me entiendes?
—No me vengas con eso, Sara. Yo fui quien te dijo que no eras
anormal…
—Estoy hablando de lo de la URSS —dijo mi hermana, y me contó
que, en el último mes o dos meses, había ido tres veces a
la oficina de correos, a preguntar por los envíos a la URSS, y nadie
había podido explicarle nada; luego había ido a la oficina
central, es decir la del centro, y lo mismo; luego al aeropuerto, a donde
llega el correo aéreo, y lo mismo; luego a la embajada de Rusia...
Ahí no la dejé continuar.
—¿Fuiste a la embajada de Rusia? ¿Fuiste? ¿Estás
loca?
—Nadie me quiso decir nada, Roberto. Les dije que me dejaran
hablar con el embajador, con alguien...
—¿Y te recibieron?
Creo que no entendió que me estaba burlando.
—Según ellos, nadie sabe..., nadie me supo decir cómo
llegaron esas… cosas con dirección de la URSS. Ni cómo pudieron
llegar las cartas de Ilse...
Ahí se le quebró la voz, y me pareció que
iba a empezar a llorar, y eso sí no puedo soportarlo.
—¿Qué querías, Sara? —le pregunté—
¿Investigar?
Me contestó que sí.
—A ver… Ven acá —la abracé—. Mira, Sara. No es...,
no es como en la tele, como en los Expedientes X. Estamos en México.
¿Quieres salir en un programa de lo insólito, de los de ovnis?
Aquí la gente no se pone a investigar así como en… ¡Aquí
las cosas no se saben, pues! Digo, no sé, vaya, sí está
raro, lo que tú quieras..., pero ¿qué vas a hacer?
¿Llamar a la judicial? ¿A Derechos Humanos? ¿A la
CIA?
Se rió, lo que siempre es buena señal, y yo seguí.
Era muy raro, sí, pero no era malo. No le hacía daño
a Ilse. En realidad, ella seguía siendo la misma. Iba a la escuela,
tenía sus amigas, veía películas, como siempre. ¿Qué
importaba que le gustaran dos libros de una rusa? No eran malos libros,
nunca está de más leer... Además Ilse era una muchacha
muy inteligente, muy madura…
—Ya tuvo novio —me confesó mi hermana.
—¿Y te pidió permiso?
Ella se enojó muchísimo.
—Llevas veinte años machacándome lo mismo…
—Diecinueve —la corregí.
Tardé mucho en disculparme.
—Nada más te digo que te calmes, Sara. De verdad. No tiene
nada de malo que ella lea. ¿Fue de veras muy caro el libro? No,
¿verdad? ¿Entonces? No puedes estar así toda la vida
—y para terminar le dije que qué más podía pasar.
Al día siguiente llegó la carta en la que la embajada
de la URSS, enterada de la correspondencia entre Ilse y la Editorial Progreso,
ofrecía a mi sobrina una convocatoria llegada de la URSS: la de
un concurso para ganar un viaje de tres meses a la URSS, para dos personas,
escribiendo en dos cuartillas o menos las razones por las que le gustaría
hacerlo, es decir, viajar a la URSS.
—¿Ya viste, mamá? —le dijo Ilse, muy emocionada,
a mi hermana.
—Sí —respondió ella, y me llamó para pedirme
que fuera otra vez. Me disgusté, aunque en realidad no tenía
gran cosa que hacer, y fui uno o dos días más tarde.
Y me arrepentí al verla:
—Sara, ¿qué te pasó? —se me escapó.
Estaba sentada en el suelo de su cuarto, con la cara roja y abotagada y
una botella vacía a su lado...
Me tranquilicé al notar que la botella era de cooler,
y más cuando supe que Ilse estaba en la escuela. Y volví
a sentirme explotado cuando mi hermana me confesó, con ese tono
de voz que usa cuando quiere hablar muy en serio, que era una persona insegura.
Y lo de siempre: que Fernando, el padre de Ilse, la había dejado
muy lastimada. Que había quedado embarazada a los diecinueve. Que
le había costado mucho trabajo dejar la universidad, casarse, criar
a su hija sola porque el otro, así dijo, la había dejado
como a los seis meses de embarazo, es decir dos de matrimonio.
—No he madurado, Roberto. Le puse Ilse a Ilse por..., por la
de las Flans —y era cierto, es decir, le había puesto así
por la cantante de un grupo de aquel entonces, que ya ni existía,
y que ahora se dedicaba, es decir la cantante, a anunciar refrigeradores
o una cosa así.
Pero comenzó a llorar y no fui capaz de decir nada. La
abracé y traté de consolarla:
—Al menos no le pusiste Ivonne como la otra del grupo, la loca…
Esta vez no se rió.
—Además..., bueno, no tiene nada de malo...
—¿Que se llame Ilse?
—Que concurse, Sara. Digo…, ¿qué tal si no gana?
—¿Y si sí? ¿Qué tal si se quiere
ir?
—Pues… —lo pensé un momento— Oye, Sara, ¿el viaje
no es para dos personas?
Ella me respondió que sí pero que le daba miedo
la KGB.
—¿No te acuerdas de todas las cosas horribles que hacía
la KGB?
—Eso lo leíste en Selecciones.
—Tú eras el que estaba suscrito.
—La suscripción me la dio mi papá —le recordé.
Cambiamos de tema bruscamente cuando mi hermana comenzó
a llorar de nuevo. Una vez más me dijo no saber qué hacer.
Y que todo aquello era muy raro.
Peor aún, Ilse estaba redactando sus dos cuartillas o
menos.
—Bueno —le dije—, ¿qué hacemos? ¿La llevamos
con un psiquiatra para que la convenza de no entrar al concurso?
—¡No, si no está loca!
—¿Entonces qué hacemos?
Seguíamos discutiendo cuando Ilse llegó de la escuela,
fue a su cuarto, regresó a toda prisa (apenas nos dio tiempo de
esconder la botella bajo la cama de mi hermana) y nos leyó sus cuartillas.
—Las hice en un receso —nos dijo, y yo no le creí, pero
no dije nada. Pero lo que había escrito estaba muy bien y se lo
dijimos.
—¿De veras?
—Claro que sí —le aseguré—. Muy, muy bien.
—Ya ves que tu tío estudió letras.
—Además, de allá, de…, de allá son muchos
escritores famosos —dije yo—: Pushkin, Dostoievsky…, Isaac Asimov…
—¿Si gano me acompañas, mamá? Además
del viaje van a dar un curso de ruso, y un paseo por la editorial Progreso,
y...
Oír esto no me gustó nada, porque sí, había
estado pensando en acompañarla yo. Pero claro, ella era su madre.
Por otro lado, era de las primeras veces que se hablaban sin disgusto desde...,
bueno, desde su disgusto.
—Tienes que ir, Sara —le dije, como si todo el tiempo hubiera
pensado que ella debía ir. Además, siempre estaban las enormes
probabilidades en contra de que Ilse ganara…
Cuando Ilse ganó el concurso, y le llegó la felicitación
y una invitación a la embajada de la URSS, creímos que todo
se resolvería. O hicimos lo posible por convencernos. A fin de cuentas,
nosotros sabíamos dónde estaba la embajada de la URSS. O
dónde había estado, porque lo que ahora estaba allí
era la embajada de Rusia y la dirección (quiero decir, en la invitación)
era la misma.
—Vamos y aclaramos todo —le dije a mi hermana—. A lo mejor...,
a lo mejor, no sé, tienen el servicio de contestar las cartas mandadas
a la URSS...
—Sí, ¿verdad? Por si alguien no se ha enterado.
—¿Y qué tal si de veras alguien no se ha enterado?
—¿Aparte de los de Editorial Progreso? —mi hermana se
estaba burlando, por supuesto.
Así discutimos durante todo el viaje, y de hecho seguíamos
discutiendo cuando llegamos a la embajada. Entonces los de la puerta no
dejaron entrar a mi hermana, porque la reconocieron (¡no quiero ni
pensar en el escándalo que debe haber armado!) y yo les discutí
tanto, para que la dejaran, que Ilse tuvo que entrar sola.
De todos modos, una hora más tarde estábamos los
tres de vuelta en casa de mi hermana, e Ilse, sana y salva, feliz, tenía
una libreta de cheques de viajero y dos boletos de viaje redondo por Aeroflot.
—¿Todavía existe Aeroflot? —me preguntó
mi hermana, y su voz me alarmó.
—Sí, Sara, eso sí, Aeroflot todavía existe
—le contesté.
—¿Seguro?
Le sugerí que interrogáramos (no usé esa
palabra, por supuesto) a Ilse. Nunca lo hubiera hecho. No sólo estaba
sana y salva, sin heridas de ninguna especie, sin ningún signo de
tortura física ni psicológica, sino que tomó a mal
nuestra preocupación.
—Ya no soy una niña —dijo.
—Ya lo sabemos, mi vida... —le contestó mi hermana.
—Pero es que nos preocupas —agregué—. Nos preocupa...
que hayas ido sola.
La discusión, como era de esperar, se desvió a
la forma en la que Ilse resentía tanto celo. Casi una hora nos pasamos
en eso, y nunca llegamos a saber qué había ocurrido en la
embajada.
Entre ese día y el de la salida me la pasé pensando,
tratando de recordar de dónde había salido mi copia de Se
ha perdido una niña. Y nada. Además de que no me regalan
libros para niños, a mi papá de verdad le caía mal
la URSS. Otra vez me puse a revisar, y el único libro en mi
librero que mencionaba al país era uno de discursos de Richard Nixon,
que nunca me he atrevido a dar a nadie.
Por eso, cuando llegué a casa de mi hermana para llevarlas
al aeropuerto, y vi que Ilse estaba sentada en un sillón y releyendo
su libro, primero se me ocurrió que a lo mejor era un gran libro,
y que había hecho muy mal en no leerlo jamás, pero luego
ya no pude aguantar y dije:
—Ilse.
—¿Qué? —respondió ella, sin mirarme (ya
le hablaba bien y todo a mi hermana, claro, pero a fin de cuentas yo no
era más que su tío).
—Este... Oye, Ilse, una cosa, dime: ¿por qué te
gusta tanto ese libro?
—Tú me lo regalaste. ¿No lo has leído?
—Lo... No…, no, sí, claro, lo compré…, compré
otro ejemplar…, porque..., porque pensé que podría gustarte...
Pero no pensé que te fuera a gustar tanto. Digo, me alegro mucho,
vaya..., ya sabes lo que siempre decimos tu mamá y yo sobre que
hay que leer..., pero... Es que...
Se hartó o tuvo piedad de mí.
—Es que está padrísimo —dijo—. Eso de que te metes
como en un cuadro, y te vas a otro mundo... Está padrísimo.
—¿Qué es lo que más te gusta del libro?
—Todo. El cuento, los dibujos... Te digo que está padrísimo.
—Pero... No sé, vamos, ¿qué tiene de diferente
a otros libros, o a las películas…?
Me miró como si yo fuera un retrasado mental.
Y, francamente, me tardé mucho en decirle:
—Bueno… Oye, ¿ya tienen todos los papeles, el pasaporte,
eso?
—Sí.
—Y están sellados para la URSS, lo de la visa.
—Pues sí. Fui a la embajada a que los sellaran.
—Ilse..., Ilse, ¿te acuerdas de lo que te comentábamos
alguna vez, hace como un año, sobre que la URSS ya no existe?
—¿Cómo?
—Sí, que la URSS no existe. Se disolvió hace ocho
años.
—¿Cómo? —volvió a decir.
—Sí, que ahora es Rusia y…
—¿Cómo?
Aquí, por primera vez, me asusté.
Le expliqué, paso a paso, lo que había sucedido
con la URSS (Gorbachov, Yeltsin, todo), y no me entendió.
No me entendía. Después de un rato me di cuenta
de que siempre ponía la misma cara: entreabría la boca, ladeaba
la cabeza, dejaba caer un poco, casi nada, los párpados. Y decía:
—¿Cómo?
En ese momento mi hermana me llamó, gritando. Fui a verla
y la encontré tirada en la cama. Tenía un dolor horrible
en el vientre, me dijo, y no podía levantarse. Le pregunté
si había comido algo que le hubiera hecho daño. Ella dijo
que era apendicitis. Yo pensé en la vesícula, en una úlcera...
—No puedo ir así. Vete tú —me pidió, como
si fuera su última voluntad.
Yo le dije que el boleto estaba a su nombre.
—¿No te acuerdas que Ilse te dijo que fueras con ella?
—le pregunté, y de inmediato pensé que era muy injusto.
Ella me sugirió que me vistiera de mujer.
No sé por qué, pensé en una inspectora de
aduanas como campesina rusa de las películas (cuadrada, de cara
ancha y tosca) metiéndome en un reservado para ver si no traía
droga bajo la falda o algo por el estilo...
Llegamos corriendo al aeropuerto pero, eso sí, estaba
vestido de hombre. Naturalmente, no me dejaron abordar el avión.
Hasta el final pensé que podría hacerlo: seguía discutiendo
cuando alguien fue a avisarnos (a mí, al del mostrador de Aeroflot
y a los diez o doce más que estaban con nosotros) que el avión
había despegado. Pensé que había sido muy previsor
de mi parte el mandar a Ilse a que abordara.
—Ahorita te alcanzo, pero si no, escribes —le había dicho;
según yo, había sido una broma.
Fueron los tres meses más horibles de mi vida. Mi hermana
me llamó irresponsable, retrasado mental, mal hombre, asesino...,
vaya, hasta tratante de blancas. Y da nada servía recordarle que
ella se había enfermado, porque en realidad había sido su
dolor profundo, como ella lo llama.
—Nunca pensé que te diera así —le decía
yo.
—¿Por qué no ha escrito? —me gritaba ella, bañada
en lágrimas— ¿Por qué no ha llamado?
—A lo mejor..., no sé, a lo mejor regresa antes que las
cartas, ya sabes cómo es el correo.
Pero ella no me hacía caso y seguía gritando por
su niña muerta, o perdida para siempre, o presa en una cárcel...
—¡O en Siberia de puta!
—¡Sara! —grité, porque nunca antes la había
oído decir “puta”.
E Ilse volvió cuando tenía que volver, es decir
a los tres meses, y sus cartas, todas, llegaron quince días más
tarde.
—Te las mandaba cada semana —le explicó Ilse a su mamá—.
Pensé que era más bonito escribirte, para que te fueran llegando
—y mi hermana le sonrió como si nada, y la abrazó y la cubrió
de besos.
—Sí, mi amor, está bien…, tu tío era el
que estaba como loco, pero ya ves cómo es…
Ilse la había pasado muy bien. Se había asustado
al verse sola en el avión, pero todos habían sido muy amables
con ella. Al llegar la habían llevado sin mayor problema con sus
anfitriones...
—Y ya de ahí fue padrísimo —nos dijo—. Aprendí
mucho.
No pudimos juzgar su ruso, naturalmente, pero además de
que hablaba de lo mismo todo el día estaban las fotos: Ilse sonreía
por igual en la Plaza Roja, ante la tumba de Lenin, junto al monumento
a Marx y Engels, en Leningrado (no entendió cuando le dijimos que
aquello era San Petersburgo)... En la casa en la que se había quedado.
Y ante el edificio de la Editorial Progreso. Y junto a una prensa. Y con
una mujer, de cabello blanco y lentes redondos, que era Galina Demikina.
—Es muy linda —nos dijo. Y mientras nos contaba cuán linda
era, qué amable se había portado, qué autógrafo
tan hermoso le había escrito en su ejemplar de Se ha perdido una
niña, yo pensé en los sellos de su pasaporte, todos llenos
de hoces, martillos y las letras CCCP. Y se me ocurrió llamar, ahora
sí, a la CIA.
No lo hice porque a) detesto a los gringos, b) no tengo ni idea
de cómo llamar a la CIA y c) de todos modos hubiera sido ridículo.
Pero también porque, tengo que admitirlo, de pronto sentí
una envidia enorme. De Ilse. Es la verdad.
Quiero decir, a pesar de todo, a pesar de las circunstancias
del viaje, a pesar de que seguíamos sin entender a dónde
había ido, ella estaba feliz. ¿Y por qué no? Había
visitado sitios muy hermosos, conocido gente diferente, visto (aunque suene
horrible) nuevos horizontes... Había ido mucho más lejos
que cualquiera en la familia. Teníamos que estar orgullosos. ¡Lo
más lejos que ha llegado mi hermana es a Zipolite, y yo ni eso!
En los años siguientes vi que ella, mi hermana, se sentía
como yo, porque dejamos de hablar del asunto y preferimos no inquietarnos
por los hermosos viajes subsecuentes, las nuevas fotos, el cada vez mejor
ruso, hasta donde podíamos apreciarlo, de Ilse. O su beca para la
preparatoria. O su beca para la universidad. O su novio, Piotr Nikolaievich
Ternovsky, de Leningrado (no San Petersburgo), que conoció en 2004.
O su último viaje, en 2007, y su vuelta a México que se retrasaba,
y se retrasaba... O su llamada, una noche, para anunciarnos que estaba
muy enamorada y que se iban a casar.
* * *
—Ay, mi hijita —dijo mi hermana la última vez. Estaba conmovida.
Ilse cumplía 23 años, llevaba casi uno de casada y había
podido llamarnos.
(Ilse llama, o por lo menos escribe, cada tres meses, más
o menos. Tenemos su teléfono, por supuesto, pero cuando llamamos
nunca está o las líneas se cruzan y la llamada acaba quién
sabe dónde.)
Platicaron y mi hermana se enteró de que ella y Piotr
habían decidido aplazar un poquito más al pequeño
Nikolai, así se llama el papá de Piotr, o a la pequeña
Sara. (El que eligieran esos nombres me disgustó un poco, pero supongo
que es algo infantil de mi parte.)
—¿Entonces ya no voy a ser abuela? —preguntó mi
hermana, pero Ilse le explicó que la razón del aplazamiento
era que acababan de aceptarlos en la Academia de Ciencias de la URSS. Nunca
nos ha dicho exactamente para qué, pero hemos llegado a la conclusión
de que tiene que ver con el programa espacial: van a estar, según
nos dijo, en el cosmódromo de Baikonur, con algunos de los cosmonautas
que serán llevados, muy pronto, a la nueva estación espacial,
la Mir 4.
(Claro, podrían ser parte del equipo de tierra, que va
a estar en Baikonur durante toda la misión. O no tener nada que
ver con eso... La verdad es que Ilse nunca nos platica con muchos detalles.
Y, desde luego, las noticias de la televisión o los periódicos
siempre hablan de Rusia.)
—Qué maravilla —dije yo, de todos modos, cuando me tocó
hablarle.
Luego vinieron las quejas. Siempre es muy incómodo cuando
le platicamos cómo nos va a nosotros... Pero ella nos consoló,
como siempre: en realidad el socialismo tampoco es una utopía, nos
dijo, ni mucho menos.
—La burocracia es terrible. Ni Gerasimov puede con ellos —Gerasimov
es el jefe del Partido y, según muchos (o eso dice Ilse), un nuevo
Nikita Jruschov.
Hablamos algo más, nos despedimos, colgamos... Y yo veo
que mi hermana está muy orgullosa. No puede decirle a nadie dónde
está su hija, y todo el mundo se extraña cuando les cuenta
que está en Rusia (que está arruinada, llena de narcos y
políticos corruptos, y no se parece nada o casi nada a la antigua
URSS), pero a ella no le importa.
Por mi parte, sólo puedo pensar que Ilse es una mujer
muy afortunada. Y me consuela, a fin de cuentas, el hecho de que ella me
recuerda, siempre que puede, cuánto tengo que ver con su felicidad.
—Tú eres el tío del libro —me dice. Se refiere
al de Se ha perdido una niña, que ella tiene en la URSS y por lo
tanto sigo sin leer.
Unas palabras sobre el autor
Alberto Chimal es ganador de los premios nacionales de cuento “Benemérito de América” 1998 y “Kalpa” 1999, que ganó presisamente con este cuento. Ha publicado tambien varios libros entre los que se cuentan Gente del Mundo y Los Ejercitos de la Luna.
Ilustración: Collage para Se ha perdido una niña, de Gabriel Benítez