¿En donde se encuentra el final de nuestro camino? Tal vez donde nace el camino de otros...

EL RELOJ DE LAS ERAS
Por Luis G. Abbadie
Basado en un concepto de Gabriel Benítez L
Retoque fotográfico de dos pinturas de Remedios Varo
por Gabriel Benítez.


"Es hermoso," susurró Gloria, con los ojos muy abiertos. A su lado, Leandro Návar asintió sin palabras, contemplando su rostro en tanto ella contemplaba el cuadro en el muro.
 Esta era su segunda visita a la Abadía de Thelema - este sitio frecuentado por la más peculiar especie de gente en la ciudad -, y sin embargo ella no había explorado del todo sus habitaciones todavía; y ni siquiera se trataba de un lugar demasiado grande. Habían estado sentados en el bar, hablando por encima del murmullo de las voces provenientes de otras mesas, cuando le preguntó a Leandro por qué la casa estaba toda enrejada. Fue entonces que él le habló de Mauricio Leyva.
 Le había intrigado desde su primera visita, aunque no había tenido entonces oportunidad de interrogar a Leandro al respecto: la casa era vieja, con techos altos y estrechos balcones, pero no se podía salir a estos últimos, ya que las puertas estaban selladas con unas extrañas rejas delgadas, como las de una jaula para aves; hacían a Gloria sentir como si la casa entera fuese una enorme jaula.
 "No andas tan lejos de la verdad", comentó Leandro, poniéndose de pie y diciendo, "vamos, te voy a mostrar algo". Ella terminó su cerveza, intrigada; entonces lo siguió a lo largo del pasillo posterior, subiendo unas vetustas escaleras, y entraron a la segunda habitación a la izquierda. Evidentemente había sido el estudio de un artista, con una gran ventana panorámica que mostraba el sol poniente más allá de las azoteas de la ciudad. Estaba vacío salvo por un par de cajas de cartón, algunos implementos artísticos y una vieja banca; eso, y varios lienzos, algunos de ellos amontonados en una esquina, otros colgando de los muros. Una puerta conducía a la azotea; Leandro la abrió, y Gloria se sintió inquieta al ver que también se encontraba sellada con rejas de jaula para aves.
 "El tipo al que pertenecía esta casa antes que Mireya la comprara y estableciera la Abadía era Mauricio Leyva", explicó Leandro mientras ella admiraba los cuadros en los muros; "un artista que estaba ganándose una reputación bastante buena en los círculos artísticos antes de que, bueno, se recluyera".
 "¿Era?"
 Leandro asintió. "llegaré a eso más tarde. Era bueno, ¿eh? En la misma línea que Remedios Varo y Leonora Carrington, pero con un toque personal. También me recuerda las obras de Sime".
 Gloria se maravilló ante uno de los cuadros: exhibía a una pareja del siglo XIX, la cual caminaba por una calle empedrada, con una gran - no, una vasta - torre de reloj irguiéndose por encima de los techos victorianos, en cierta forma montañesca. La pareja tenía cabezas de pájaro.
 Leandro señaló otro: mostraba un denso bosque; aves de toda especie se apiñaban por toda la escena, rodeadas por troncos de árbol tan juntos entre sí que casi parecían los muros de un encerrado laberinto. En el centro, una grande y ancha ceiba era contemplada atentamente por los perlados ojos negros de todas las aves; mejor dicho, la gran carátula de reloj que crecía de su tronco lo era. 11:56, observó ella. Una sospecha cobrando forma en el fondo de su mente, Gloria avanzó a la siguiente pintura: una solemne reina con cabeza de pájaro era obsequiada con un reloj de aspecto exótico, presumiblemente traído desde las Indias.
 Justo a sus pies estaban varios cuadros apilados; se acuclilló a mirarlos, y encontró que sus sospechas eran acertadas: un hermoso reloj de sol en mitad de un jardín; una niña pequeña poniendo a la hora el reloj de aspecto antiguo de su casa de muñecas, mientras un canario visitaba a la muñeca de vestido de seda; una anciana pareja con cabezas de ave sentados en su balcón, viendo pasar los gorriones, reloj en mano (11:47, esta vez)...
 "¡Este sujeto de veras amaba los pájaros!," exclamó Gloria, mirando de nuevo la puerta enrejada. Visualizó al hombre viviendo con centenares de aves, volando libres por todas las habitaciones; la casa entera convertida en una gigantesca y maravillosa jaula para aves.
 "Al contrario," repuso Leandro, mirando la rojiza luz moribujda en el exterior. "Estaba mortalmente aterrado de ellas".
 "Qué?" Ella lo miró con incredulidad. "¡Pero si no hay un solo cuadro sin pájaros!"
 "Correcto; pero ellos fueron el motivo de su reclusión en sus últimos años. Había pájaros por toda la ciudad; no podía soportar la idea de salir y exponerse a ellas".
 "Entonces..." De nuevo miró las rejas.
 "Son para mantener a las aves afuera, no adentro. Leyva se enjauló a sí mismo en esta casa".
 "¿Pero por qué?"
 "Él se aterrorizaba cuando veía a un pájaro pasar volando; dicen que, aún cuando estaba dentro de la casa, se ponía pálido al oír a una parvada de aves cantando afuera en la calle".
 "Vaya".
 "Mira", dijo Leandro, aproximándose a una de las pinturas. "Los relojes: todos son diferentes, pero también están en todos los cuadros. Pero fíjate en la hora que muestran. Se puede saber en qué orden fueron pintados; no importa qué tipo de reloj es - de sol, de pulsera, lo que sea -, cada uno muestra una hora ligeramente más avanzada. Cuando murió, en el 97, ya había estado trabajando en esta serie por varios años; las primeras fueron, por iniciativa de su amigo Fors, expuestas en la galería del Cabañas a finales del 95; su reclusión empezó poco después. Sea como sea, la exposición fue dispuesta de manera cronológica, para que se pudiera seguir el progreso del tiempo a través de los cuadros. Las escenas pueden ser antiguas, modernas o imaginarias, pero los minutos siguen avanzando, inexorables".
 Gloria y Leandro estaban de pie ante un cuadro grande que mostraba un reloj de cucú hecho de madera, puesto sobre una chimenea. Un hombre con cabeza de pájaro se hallaba de pie a un lado; varias herramientas de limpieza se hallaban esparcidas alrededor, como si el hombre hubiese estado cuidando del reloj, y ahora el hombre lo observaba intensamente, esperando a que las pequeñas puertas del cucú fuesen abiertas de golpe por la ahora oculta figura emplumada, anunciando la hora.
 Los ojos de Gloria, una vez más, se abrieron mucho cuando vio la hora en el reloj.
 "Un segundo", dijo sin aliento. "Un segundo a las doce. Docenas de pinturas, cada una de ellas aproximándose a las doce; ¡y ésta está a sólo un segundo!" Miró a Leandro. "¿Dónde está la que sigue?"
 "No hay una siguiente".
 "¿Qué? ¿Ésta es la última?"
 "Un amigo de Leyva vino de visita, una tarde de octubre del 97. Este cuadro acababa de ser terminado entonces. Lo encontró muerto justo en el  vestíbulo, donde ahora está el  bar, con la cara retorcida por el miedo. Había muerto de un ataque cardíaco.
 "El amigo dice que vio un canario amarillo parado sobre una silla, no muy lejos del cadaver. Probablemente se escapó de la jaula de un vecino, y se escabulló por la puerta del frente tras algún visitante anterior".
 Gloria miraba con fijeza las puertas del cucú, como si esperara que se abriesen en cualquier momento. Leandro, por su parte, prefirió estudiar sus pálidos rasgos, sus ojos fascinados, sus labios plenos apenas entreabiertos.
 "¿Pero por qué les tenía tanto miedo?", se preguntó en suave voz, sin apartar los ojos del cucú, de su cuidador provisto de pico. "¿Qué iba a pasar cuando el reloj diera las doce?"
 "Mireya me enseñó una vez el folleto que Leyva imprimió para su exposición", dijo Leandro. "Incluía una fábula curiosa que él mismo escribió. No decía cuál era su origen; tal vez es alguna leyenda antigua, o tal vez se la inventó. Mireya piensa que la soñó. Quién sabe.
 "Sea como sea, cuenta la historia del Reloj de las Eras".
 "¡El Reloj de las Eras!" esta vez, Gloria lo miraba a él con atención. Qué paradójica era ella, pensó Leandro: la forma en que florecía ese sentido  del asombro, casi infantil, sin opacarse, incluso en medio de esa sutil obscuridad interna que la había atraído a la Abadía de Thelema.
 "De acuerdo con ella, en el principio del Tiempo, los Dioses de la Tierra se reunieron en su morada sobre una montaña, y debatieron largamente, pues había llegado la hora de crear vida para que el universo no estuviese vacío ya. Pero los Dioses estaban preocupados de que la vida se extendiera sin límites, multiplicándose hasta que el mundo fuera como una copa desbordante, y ya no quedase ningún espacio vacío para el reposo en toda la Creación. Pues ellos previeron, sabiamente, que la vida podría prosperar demasiado, y superar el equilibrio con la muerte hasta que ésta fuese pisoteada bajo el sinfín de pies de la primera.
 "De modo que fue Zo-Kalar, sembrador de la vida y cosechador de la muerte, quien habló a los demás dioses y dijo: Construyamos un reloj que disponga la extensión de la vida para cada raza viva sobre la Tierra. Este reloj habrá de regular la vida, de modo que exista sólo una especie dominante en el mundo a la vez, y ninguna permanecerá más allá de una ronda del Reloj de las Eras; pues, cuando marque las doce, significará que la muerte debe venir para la Era de prosperidad de la raza actual, y que ésta debe abrir paso para la Era de la especie que vendrá.
 "Y los Dioses pusieron manos a la obra, construyendo el Reloj de las Eras al tiempo que construían la vida misma, y le dieron cuerda al tiempo que insuflaban un alma en la primera criatura viviente. Y como fue dicho por ellos, siempre que el Reloj marcaba las doce una raza perecía, y otra se alzaba por encima del resto, ocupando su sitio.
 "Pero algunas veces el Reloj marcha con más lentitud, o con mayor rapidez, y como lo muestran estas pinturas, ha estado marchando muy rápido en verdad, durante la Era del Hombre. Y la especie de la Era que vendrá lo percibe, y aguarda impaciente el momento en que el mundo será suyo".
 Los labios de Gloria se abrieron de nuevo, como para decir algo, pero no brotó palabra alguna. Suspiró, mirando al cucú y a su extraño custodio. Estremeciéndose, se apartó del cuadro, y derivó hacia la ventana. Leandro se le unió allí.
Juntos contemplaron las azoteas apeñuscadas de la ciudad, iluminadas de naranja y oro por el crepúsculo en agonía; mientras que por encima de ellas, interminables,  parvadas de aves planeaban con rumbo hacia el norte, en un desfile danzante a través del ocaso inexorable.