Desde que mató al Dr. Anderson me preocupa profundamente, se ha convertido en un vegetal feróstico, vaga por la nave como ausente. Ocurrió ayer y ya me parece que ha transcurrido toda una década. Unicamente sus esporádicos arrebatos de violencia nos mantiene con esperanza de que dé la talla en el momento de la verdad. Lo cierto es que la estamos inflando con amitriptilina pues las personas modificadas con neurochips adheridos a las neuronas no toleran la paroxetina cuando llevan tanto tiempo en el espacio. Tras la activación del bloqueo y a causa de la larga permanencia en esta bañera grande y destartalada, instalada en órbita en torno a Marte, le han hecho contraer una de esas depresiones tan propias del lugar que en el argot de los navegantes se designa como el mal de Orión. Ignoro, como en casi todas las cuestiones relacionadas con este planeta, porqué. Su rostro cinzolín le dota de un aspecto cadavérico y próximo al deliquio primero y a la muerte después. La adiaforia más absoluta puebla su expresión. Esperamos que el medicamento no acabe con sus reflejos y acumen en el traicionero mundo de silicio. El ciberespacio no conoce la piedad.
La necesitamos para bloquear su ordenador de ruta, abrir los cierres codificados de seguridad y utilizarla como rompehielos antes de saquear su flamante blindado informático por el que suspira el mundo occidental. Janine Evans Winsord es la mejor, la más salvaje. La niña del silicio que no quiso crecer. Nació para vivir enchufada a ese mundo de ordenadores y ciberpaisajes fuera del cual no es nadie. Ha cumplido los treinta y ocho años y sigue viva. Un cowboy está acabado a los 25. Ella es una incógnita, nadie logra explicarse cómo su cerebro aguanta. Está muerta. Como el resto. Pero lo que ocurre es que todavía no lo ha descubierto.
Lo que no entiendo es cómo la Agencia no me advirtió que entre las prótesis era portadora de un bloqueo cerebral: nada de sexo. Puede tener relación con esas extrañas sectas que preconizan la condena de las mundanas miserias de la carne pero, de ser así, no la hubiesen incluido en la lista para la misión, creo. Además ése no es su estilo. De cualquier forma no existe excusa. Ninguna. Debieron comunicármelo. Era un factor relevante para la misión. Dudo que tengamos éxito. Pero hay que tener cierto estilo... aunque sólo sea para morir.
Y ahora su incompetencia es mi problema. Y ahora el marrón me lo como yo. Y ahora esos chicos de la poltrona estarán en alguna fiesta, divirtiéndose mientras yo me la juego a cara o cruz con un equipo que merece mejor suerte. Y ahora no hay remedio.
Y ahora Anderson está en el congelador, bien conservado a diecisiete grados bajo cero. Embutido en sus gastados vaqueros coreanos y con una sonrisa estúpida en la boca. Sólo puso música y la agarró por la cintura invitándola a bailar. Ahora está muerto. Le rompió la nuca de un solo golpe de su mano metálica. Luego empezó a agredir a todo aquel que se puso cerca. A pesar de estar a gravedad cero su ferocidad acojonaba. Parecía que iba a destrozar la pobre Renania, y es que esta herrumbrosa estación planetaria ya está agonizando, pronto se empezará a desmembrar por piezas sin haber finalizado la misión de cartografiar todo el planeta rojo totalmente por vez primera. Si las cosas saliesen bien para entonces ya nos habremos marchado. Pero cada vez soy más pesimista. Nunca creas que ya nada puede empeorar. Empeora. Todo me parece una grotesca y absurda pesadilla.
Nos encontramos a más de un año de casa, de nuestros horribles, estrechos y reiterativos cubículos. Conviviendo aquí, apiñados, estrujados. Subsistiendo incómodos y sucios, asqueados, empapados por nuestro pegajoso sudor y respirando un aire viejo, un aire que parece ya respirado tres o cuatro veces antes de que te llegue a ti, al borde de la náusea. Nunca pensé que echaría tanto de menos la vida de la Tierra. Contemplo la bellísima imagen de Marte creciente, aparece un cráter en el casquete polar septentrional y hay nubes orogénicas a socaire del Monte Olimpo, el gran volcán marciano. Maldito planeta. Resulta tan bello y sublime contemplado desde aquí. Pero estando abajo las cosas poseen un tono menos poético. Más agónico. Te sientes feble e insignificante, cara a cara con el universo. Aprendes a asumir que eres nada. Marte no se puede explicar, hay que sufrirlo para comprenderlo.
Janine. La hija del silicio. Me hubiera gustado poder cargármela pero no se tira por la borda un plan de dos años y dieciséis meses (trabajando a quince grados bajo cero en las estaciones científicas por debajo del cielo marciano, una especie de amarillo rosáceo debido a la presencia en suspensión de finas partículas oxidadas) de camuflaje en Marte tan fácilmente. Dieciséis meses malviviendo en el maldito planeta rojo, trabajando en mil sucias tareas, rodeado de inepcia, quistándome la amistad de los jefes de las estaciones con sobornos consiguiéndoles drogas y putas, acumulando inquina con la única misión de poder introducirnos como grupo en la tripulación de la Renania sin despertar las sospechas de los amarillos.
Un bloqueo. Me lo tenían que haber dicho. Supongo que se trata de una autocastración muy propia de los cowboys informáticos, una castración de esas que amplían la capacidad de la corteza cerebral y reducen la vulnerabilidad ante los novedosos, caros y peligrosos virus, deseo que acaban de introducir en las pantallas defensivas y pulverizan millones de neuronas en apenas unos segundos. Están diseñados de tal forma que el propio cerebro, al experimentar un falso placer se hace vulnerable, facilita su labor destructiva. Faltan tres horas. Tres miserables horas que nos separan del éxito o de la muerte. Será ésta... a no ser que me cambie la suerte. Pero, cuando te has metido en este negocio, sabes que la suerte te vuelve la espalda. Y nunca la recuperas.
Pronto tendré que reunir a mi gente. No es fácil explicarles porqué estamos en este infecto lugar cuando yo mismo no estoy verdaderamente convencido de nuestro plan. Parece una pesadilla. Pero el proyecto Vishniac existe, los japoneses lo desarrollan sigilosamente desde hace catorce años y nos enteramos por casualidad. Ellos hacen trampa. Nosotros les robamos el fruto de su esfuerzo. Como siempre.
Para mí, apropiarme de información, robar, ya ha perdido su tono peyorativo. Eso aconteció tiempo atrás, cuando el interés barrió definitivamente la inocencia, perdida ya para siempre. Yo, con mi gente, saqueo información como otros trabajan en sus despachos. Pura rutina.
¿Remordimientos? ¿Por qué? Es mi trabajo. Mi puto trabajo. Sólo que ahora un fallo es la muerte y el robo lo ejecutamos a miles de kilómetros de nuestros hogares. No tengo buenas vibraciones. Y mi presciencia es como un radar, antiguo pero fiable. Este encargo es lo más difícil que he realizado en mi larga vida de delincuente de elite. Haré lo que siempre hice: sonreír mientras miento. El plan tiene demasiados fallos. Tal vez no estoy preparado para ello. Pero no quisieron escucharme. No comprendo cómo los más ineptos ocupan los mejores cargos. A veces pienso que esa elección de los más incompetentes es deliberada, que los jefes escogen a quienes no puedan hacerles sombra. Pero esa actitud tiene un precio: nosotros.
Yo no quería venir pero no me dejaron alternativa. Sus promesas de libertad tras mi anterior trabajo se las llevó el viento. Tenían pruebas de que había sido agente doble, y lo que es peor, me habían localizado. Ni siquiera era preciso que me tocaran, una llamada telefónica y cientos de miles de fanáticos de Alá hubieran venido por mí. Casablanca, con su tirocinio completado, me ajustó las clavijas, tal y como había aprendido de mí. Metí al cuervo en mi cama, en mi trabajo, en mi corazón. Y, cuando el cuervo se cansó, no me dio oportunidades. Nunca seré libre.
Estaba quemado. No sabía hacer otra cosa ajena al espionaje industrial. Y de algo hay que comer. Sabían que no podían contar con mi lealtad. No la necesitaban. Había trabajado alternativamente para los árabes y los europeos traicionando a unos u otros en sucesivas ocasiones. La regla es no morder la mano que te alimenta. Los privados tenemos que incumplirla, sólo depende de tu habilidad retrasarlo, pero ocurre. Tarde o temprano ocurre. Es necesario si queremos subsistir. Y siempre acaban por pillarte. Lo sabes, claro que lo sabes. La Agencia había encontrado para mí nuevas utilidades. De robar para los particulares pasé a robar para los gobiernos. Jimmy siempre me advirtió contra ellos. Pobre Jimmy. Un cowboy con el cerebro en blanco a los veintitrés años. Le sobraba valor. Le faltaba clase. Mientras sus cuentas de Zurich tengan fondos seguirá vivo, pasando sus días en una cama de hospital geriátrico escupiendo baba. No hay dignidad en esa vida. Es mejor morir.
"Un hombre que engaña a su mujer tantas veces sin ser descubierto está capacitado para capitanear esta misión" me dijeron. Cabrones. Nunca me he casado. Esto es lo más grande en lo que me han involucrado nunca. El futuro de la humanidad, cómo se construya y sobre todo quién la construya se va a decidir en tres horas. Todo Occidente mira con avidez hacia aquí. Si fallo, el lío que les espera será inmenso. Que me hayan forzado a venir no me salvará. Que me hayan impuesto el plan, innecesario e incoherente, no me ayudará en absoluto. Si meto la pata, si nuestros temores se confirman y logran arribar a la Tierra con el fruto de sus trabajos. Occidente va a pasarlo muy mal. Y será culpa mía. Tienen miedo y cuando los burgueses acomodados tienen miedo son muy peligrosos. Su cobardía inflama una desmedida crueldad. El castigo es desproporcionadamente superior al delito. Mas no importa. Ya seré un nombre en un expediente cifrado. Ésa será toda la herencia de mi vida.
Cuando me localizaron en el Killer Toons me consideré hombre muerto, fingiendo ser un borracho fracasado, con barba de tres días, unos nuevos ojos azul y verde de segunda categoría y una tapadera de barman/guarda de seguridad en un tugurio para turistas en el Caribe, zona sagrada (sólo accesible para millonarios) en que todavía se puede tomar el sol sin contraer cáncer, y una ametralladora sin apenas munición. No me había quedado nada más. Lo había tenido que dejar en mi particular y desesperada hégira. Todos mis contactos me habían abandonado. Yo olía a perdedor, mejor dicho, apestaba a cadáver. No se lo reprocho. En el gremio las cosas funcionan así. Con pragmatismo. Es cuestión de tiempo que todos pasemos por ello. Caemos y otros ocupan nuestro lugar. Me dieron la espalda. Probablemente en su piel yo hubiese actuado igual. Eran profesionales.
Pensé que los árabes me encontrarían primero porque pagaban mucho y bien. Pero no. La Agencia llegó primero. A la Agencia le gustaba mi estilo. La época de los independientes había finalizado, me confirmaron con una afectuosa y ovante palmadita en la espalda. Ahora que el espionaje industrial se había tornado tan sofisticado no podría continuar salvo que trabajara para ella. Acepté. Dinero fresco, protección, otro pasaporte, un nuevo rostro y nuevas huellas dactilares. Casablanca, solerte, ni siquiera se dignó a bajarse del coche. Quiso dejar claro quién dominaba la situación. Como si no lo supiera. Su perfume francés resultaba inconfundible en medio del derroche de fragancias de la noche caribeña. Inconfundible. Como en Viena.
Me propusieron una misión delicada para saldar nuestras cuentas. Tenía dos opciones: aceptar o aceptar también. El encargo: secuestrar al premio Nobel Hikimo Shimoshi. Era como matar al presidente de los Estados Unidos. Tardé seis meses en encajar todas las piezas y un año en adiestrar al equipo. Lo logré. Primero capturar su persona, luego saquear los ordenadores de su empresa. Allí Janine, la virgen fría, la niña del silicio, realizó prodigios. Deshizo toda la pantalla de Hiroshima, el ordenador más seguro del sistema solar. Hasta entonces, claro. Me habían prometido que si salía exitoso de aquella misión quedaría en libertad, en libertad aderezada con una impresionante cuenta corriente en Zurich. Y me dejaron libre... hasta que se planteó este caso. Jimmy me lo advirtió. La Agencia me tenía cogido por los huevos así que bajé la cabeza. No acepté. Me empujaron.
Shepard espanta a los puñeteros mosquitos y casi se le cae la morfina. Cuando a Janine se le activó el sistema de bloqueo mental sexual hubo muchos heridos y nos legó un laboratorio principal casi inservible. Con aquella afilada hacha nos dejó el botiquín en cuadro y el ordenador médico casi destrozado. Estuvimos a punto de no poder sofocar el incendio. Todos los cowboys cibernéticos están chiflados. Cuando el bisturí de la microcirugía les rediseña el sistema nervioso, imprime un horrible vacío que - poco a poco- ni el cibermundo puede llenar. Lo sé por experiencia propia. Fui cowboy hasta los 23. Uno de los mejores. Mi mayor triunfo consistió en retirarme vivo. Ninguno de los que empezaron conmigo puede afirmar lo mismo. Tal vez fue mi mayor error. Fuera del ciberespacio nunca me he encontrado bien. Aquello era mi hogar. No era mucho. Eso es cierto. Pero nadie vive eternamente. Y algo es mejor que nada.
¿Existo realmente? Ahora me he quedado solo. Sólo los servicios de inteligencia saben de mis actividades. Es ahí el único lugar donde hay constancia de mi devenir. Harry Siegel. Apátrida. Ex-cowboy. Espía a sueldo. No soy su colaborador. Tampoco su enemigo. Aunque ahora me hayan forzado a participar no me hago muchas ilusiones. En el fondo no soy mas que una molestia que, algún día, habrá que eliminar. Me tomo un tranquilizante. Apuraré mis posibilidades, haré el trabajo. Pero el éxito o el fracaso han dejado de importar. Nadie escapa eternamente y, entonces, mis cuarenta y dos años de variopintos e intensos avatares se perderán para siempre en las estrellas. Ocurrirá antes o después, cuando ya no les resulte útil. Nadie escapa, es la constante Sísifo.
Estos meses eternos, inefables e incómodos en la estación espacial europea Renania, instalado en la inmensidad del espacio, me han obligado a reflexionar sobre la miseria de la endeble condición humana. A veces hay preguntas que un hombre no debe contestarse a sí mismo con sinceridad, por su propio bien.
Lumbley, nuestro gordo favorito, el experto en interceptar todo tipo de comunicaciones, tiene más tripas fuera que dentro. Le hemos practicado algunos remiendos y varias transfusiones de sangre. Janine le jodió bien. Ya lo creo. Consume morfina como quien se toma una aspirina. He intentado reparar el ordenador médico para que le realice una verdadera intervención quirúrgica de urgencia pero he fracasado. Sabe que va a morir pero trata de subsistir, de permanecer consciente para efectuar su último trabajo y, así, incrementar la prima del seguro que garantice un futuro mejor a su familia. Se me hace un nudo en la garganta. Al menos él deja algo tras sí.
A Janine no parece importarle mucho. Está cada vez más alejada de la realidad. Su continuo rilar me preocupa. Tarde o temprano a todos los cowboys les llega el turno. Su longevidad, tan extraordinaria como felinamente inexplicable, comienza a dejarse sentir de un modo que me aterra. De todos modos tampoco puedo saberlo con certeza. Nunca ha sido muy comunicativa. Para obtener los datos de la ficha hubo que drogarla bajo el pretexto de que le iban a colocar un nuevo dispositivo que le alargase el tiempo de reacción ante los virus informáticos defensivos. A los cowboys cibernéticos las drogas o los chips en el cerebro les parecen algo cotidiano. Es una vida efímera. Supongo que Janine sigue en esto porque, como yo, no tiene a nada ni a nadie. Una huida hacia delante. Como todos. No hay mucha gente como nosotros. En verdad que no.
Los malditos insectos infestan esta pocilga. Anderson se tomó muy en serio su tapadera de científico. Siempre fue un tipo metódico. Cuando Janine destrozó el laboratorio los impertinentes mosquitos se liberaron y la radiactividad parece haber facilitado su multiplicación. Son casi una plaga bíblica.
Pero ahora la única certidumbre que existe es el cadáver del pobre Anderson en el congelador. No está solo. Desde hace un rato tiene compañía: los tripulantes de la Renania que no forman parte de mi grupo de infiltrados. Es algo desagradablemente técnico, esposas e hijos los esperarán inútilmente en la Tierra. Pero Casablanca lo dispuso así de modo tajante. Me he obligado a envenenarlos personalmente para aferrarme a otro motivo que me obligue a odiarla. ¿La amo todavía? Por mucho que me moleste he de admitir que sí. Los primeros amores dan muchos dolores rezaba la canción que el viejo Díez cantaba a la entrada del Killer Toons. Parece que han pasado mil años.
-¿Tiene algo para mí, boss? -me pide Harrelson
-Según lo que queda del ordenador es tan solo una psoriasis
leve, he preparado esta crema. Te aliviará, espero.
-¿Qué es?
-Dipriopionato de betametasona, un corticosteroide sintético
fluorado.
-Lo dice de un modo que parece pecado mortal.
En los holofilms, e incluso en las viejas cintas, las naves espaciales son cojonudas. Nuevas, brillantes y muy limpias. Se nota que no han estado arriba, comiendo estrellas a gravedad cero durante semanas interminables. De hecho, el polvo y la grasa no suponen ningún problema aquí porque no se asientan en gravedad cero. Lo realmente molesto son las continuas infecciones. Las esporas flotan en un ambiente caldeado. El moho y los hongos están en su propia salsa y nosotros, sin más de la mitad de la memoria del ordenador médico y mis limitados conocimiento químicos nos encontramos totalmente a su merced. Dos horas y cuarenta minutos. Pronto llegará el momento de reunir al equipo y contarles abiertamente y sin ambigüedades para qué nos han traído hasta aquí. Lo que la Agencia espera de nosotros.
-Harrelson, ¿viene o no viene ese puñetero carguero?
-Sí, boss. Pero con adelanto. Casi siete minutos antes
de lo previsto.
-Mal asunto.
Me siento en el panel de control. La gente me mira con nerviosismo como si yo tuviera la solución a sus problemas, buscando en mi una certeza de la que carezco. Si algo sale mal será culpa mía. Si el plan funciona el éxito será de la Agencia, de Casablanca. Así funcionan las cosas.
-¿Cómo sabemos que la nave sufrirá una avería?
Los amarillos habrán revisado todo un millón de veces. Son
de los que no mean sin tener, al menos, un plan alternativo.
-Colocamos un topo dentro de la nave. Provocará el fallo
del sistema de ventilación dentro de una hora y cincuenta y tres
minutos. Cuando ya no puedan regresar a Marte llamarán a casa. Somos
tipos pacíficos, quién puede sospechar de nosotros. Se verán
obligados a recurrir a nosotros.
-¿Y si lo descubren?
-La hemos pringado y la Agencia nos mandará al peor rincón
del universo.
-Ya estamos en él.
-Si queréis un consejo, id ahora al baño, no quiero
diarreas en el momento de la verdad, como la última vez. Os necesito
en vuestros puestos.
Un coro que quejas acoge mi propuesta pero saben que tengo razón. Que protesten lo entiendo. En esta nave hasta cagar es un asco y la comida - es un decir- provoca disentería según con qué drogas la mezcles, porque, claro, aquí todo el mundo se droga. La tripulación va camino de los cubículos de los sanitarios a empotrar riñones y culo en la silla retrete y hacer fuerza sin perder el equilibrio. El subcionador hará el resto. Un confuso barullo de risas y bromas obscenas recorre la parte inferior de esta vieja cacerola. En gravedad cero nada es fácil. Recuerdo los primeros pájaros que trajimos. No pudieron soportarlo. Se chinaron y la palmaron. Carpe diem.
Desde allí podía ver la torre Eiffel. Y eso valía un precio. Mi Coca-Cola light incrementaba su coste cada doce minutos cronometrados. Con invariable puntualidad un hierático camarero depositaba un endeble papel de ordenador y, en cada uno, se escondía la clave de una nueva y definitiva cita con mi cliente, un kurdo alemán, clave para mi propósito de aquella época. Para la mayoría de los allí presentes tan sólo se me aplicaba la tarifa por estar "disfrutando" de las vistas confortablemente instalado dentro de un establecimiento dotado de módulos de creación y purificación de oxígeno. Al fin y al cabo Le Style no era un garito inmundo. Y, mientras permaneciera dentro, no necesitaba usar la máscara filtradora. En aquella época todavía bastante incómodas y cuyos bordes plásticos se clavaban en la piel.
Con cada recibo una clave: hora, día, ciudad. Con la uña sintética del dedo anular bañada en anirma destruía cada conexión. Así comenzó mi viaje a Viena, mi viaje hacia Marlene, pues tal era su nombre antes de que todos la llamásemos Casablanca.
-¿Todavía no da señales
de ralentizar la velocidad?, ¿ha efectuado alguna emisión,
limpia o codificada?
-No, boss.
-Mierda.
-¿No nos habrá traicionado el topo?
-Nunca -intervino Janine desde su asiento. Sus ojos azul espejo
me producían la sensación de hablar con una máquina,
me daban miedo porque parecían capaces de taladrarte el pensamiento-.
¿Sabes lo que haría el boss si eso ocurriera? Enviaría
pruebas incriminatorias a sus superiores demostrando que el sujeto en cuestión
ya ha trabajado antes para nosotros. Su propia gente se encargaría
de él y los japoneses no son muy amables con los traidores. Poseen
una gran imaginación para la tortura. Y no hay nada que mejore la
imaginación que la práctica –me taladró desde esos
ojos imposibles -, la perfección requiere repetición.
Sí, supongo que haría eso. Lo delataría. Eran las reglas del negocio. Jugar a dos barajas resultaba muy complicado. Yo lo había conseguido durante algunos años. Fracasé. No se puede engañar a todos durante todo el tiempo.
De hecho, esta locura de asaltar en pleno espacio una lanzadera extranjera, amén de ser una locura de impredecibles consecuencias, sólo se justifica en que tenemos un topo que nos permite localizar con exactitud los malditos bichitos. Resulta extraño y desconcertante que un japonés colabore con nosotros. Me pregunto cómo lo habrá conseguido Casablanca. Yo no lo habría conseguido.
-Le tiene cogido por los... -levanta una mano raudo y abre el
audífono interior instantáneamente- Están emitiendo.
Ya era hora. Están emitiendo en codificado.
-Destino -exijo mientras trato de descifrar la metralla de japonés
que se desparrama a través de los altavoces del descodificador-.
Destino.
-Marte. Algún sitio ubicado en el Kasei Vallis pero debe
haber una de esas tormentas de arena y hay muchas interferencias. Solicitan
instrucciones ante una importante avería en el sistema de refrigeración.
No pueden repararlo. No sospechan que se trate de un sabotaje.
-Nunca debimos permitir que los amarillos salieran al espacio
-musitó Janine-, Nunca. Son demasiado metódicos.
Pero nadie pareció oírla ante el ensordecedor griterío de júbilo con que acogió la tripulación las prometedoras novedades. Mi atrafagado comando interrumpe su quehacer un instante.
Mientras trago una pastilla para mi úlcera puedo imaginar a Casablanca mirándome con esa sonrisa impersonal, inefablemente ambigua y enigmática, jugando a caballo ganador. Como siempre. Tartt me hace una señal. Lumbley, envuelto en un charco de sangre, se ha derrumbado definitivamente sobre el panel de instrumentos. Nadie puede sustituirle. Nunca más verá a sus hijos. Probablemente su mujer llorará un poco (no demasiado) y se buscará a otro. Será olvidado por siempre y para siempre. Casablanca se limitará a borrarlo del ordenador de los especialistas en activo. Casablanca.
Todo empezó en Viena...