En los años cincuenta, cuando conocí a Casablanca, esa zona de Europa apenas había resultado afectada por las lluvias ácidas que habían asolado medio continente. De hecho, durante gran parte del año se podía caminar por la ciudad sin máscaras filtradoras del aire ni protectores de la piel.
¡Dios! Debía ser maravilloso vivir en los viejos tiempos, antes de que todo se fuera definitivamente a la mierda, respirar, reír, correr al aire libre en espacios abiertos en lugar de estar encerrados en diminutos cubículos llenos de porquería y suciedad, atrincherados en malolientes ratoneras y llenándose de drogas para olvidar, parapetados tras máscaras filtradoras, temiendo a los rayos ultravioleta ahora que ya no queda casi ozono, tragando comida sintética que sabe a centeno y plástico, soportando oxígeno viciado que hace vomitar y destroza los pulmones.
Ahora que recuerdo mis diez días en Viena y comparo con el momento actual veo que ni siquiera tenemos sexo, sexo real. Te conectan a una máquina de realidad virtual y escoges tu sueño favorito, tu compañero/a favorito/a. El cerebro experimenta una placentera ilusión que dura tanto como seas capaz de pagar. Tengo una historia de amor que contar. No es muy original, tal vez vulgar. Pero eso importa poco. Es auténtica, ocurrió realmente. Tal vez sea uno de los últimos que pueda decir algo así. No es un falso recuerdo por el que he tenido que pagar. No se trata de un implante.
Rilke padre entró sin papeles en Viena. Un neonazi holandés que huía de las purgas de Alemania cuando fracasó la revuelta de finales del siglo pasado a la que sólo Dios sabe porqué se unió. Cuando lo detuvieron para extraditarle le preguntaron por su destino y él contestó con una de las pocas palabras que conocía en alemán: MORGEN. Mañana. Han pasado treinta y siete años. Ahora Morgen es un aislado, austero y selecto bloque de edificios a prueba de toda amenaza donde todos los cowboys informáticos europeos acuden. El sindicato Morgen es la organización más selecta y poderosa del planeta. Rilke hace de intermediario. Asigna categorías y tarifas. Y se queda con la parte del león, por supuesto. Quien parte y reparte, se queda con la mejor parte.
Secuestro. Asesinato de élite. Rapto. Todo vale, pero lo suyo, su especialidad consiste en reventar sistemas de seguridad y apoderarse de una investigación, un secreto innombrable, una prueba. Su emblema, su seña de identidad era, indiscutiblemente, la piratería informática. Todos los que se habían granjeado reputación en el ciberespacio trabajaban, o habían trabajado, para él. En el negocio de la información todo tenía un precio. No había nada imposible si el cliente disponía de la solvencia necesaria.
Rilke también diseñaba sistemas de seguridad aunque en eso Rilke hijo ha demostrado poseer un mayor talento. Su hielo tiene un nivel superior. Sólo una persona ha conseguido burlar sus blindajes informáticos. Yo. Desde entonces había querido comprarme. Si hubiera sido listo hubiera aceptado.
Recuerdo con precisión que aquel día la gran noticia era la destrucción del Kunsthistorisches Museum. La muerte de Bruto de Tiépolo y La torre de Babel de Pieter Brueghel el Viejo perdidas para siempre. El terrorismo islámico de nuevo. Era tan reiterativo que ya nos hemos inmunizado.
Viena tenía un quiste de silicio: Morgen, el sindicato Morgen, el temido y temible sindicato del silicio. Los mejores cowboys. Pero el quiste no crecía. O al menos lo disimulaba francamente bien. Y además procuraba ocultarse como un camaleón, fingiendo formar parte de la inocencia dulzona de la ciudad. Los cowboys trabajaban, se divertían y morían en Morgen. Morgen era rentable. Viena consentía Morgen. El viejo asunto de siempre, el dinero. Bastaba seguir el olor a marihuana para localizar el Burning Chrome. Anfetas, chips, y una jerga propia, una variada ensalada de inglés, alemán, francés y español. Y es que el business no conoce razas ni ideologías. Se halla desprovisto de xenofobia porque es teleológico. Sólo persigue un fin: el lucro. Lo demás es puramente circunstancial.
Burning Chrome era el único local tolerado que vendía lágrimas rojas, lágrimas de Marte. Idóneas para el sexo si se mezclaban con cocaína. Perfectas para acoplarse a los simuladores en el ciberespacio. Los beneficios revertían en Rilke, claro. Un monopolio lucrativo y honrado: nunca vendía mezclas adulteradas con otros alucinógenos. No iba a cargarse a sus clientes. Eso hubiera sido un pésimo negocio. Rilke hijo se había convertido en el demiurgo oscuro no sólo de Viena, sino de todo aquel que sabía moverse mínimamente en cualquier forma de espionaje informático.
Si al llegar a esa ciudad me dirigí allí es porque no tenía un sitio mejor a dónde ir. Conocía perfectamente las reglas, el lenguaje, los sentimientos. Era como estar en casa. Sabes hasta dónde puedes llegar.
Una jovencísima prostituta cargada de abalorios y totems de marcado contenido sexual se exhibía en la puerta de entrada. No podía entrar si no era como pareja de un cowboy. Reglas. Las reglas de Rilke. Los cowboys no eran fáciles de contentar, las prostitutas lo sabían, los cowboys hemos mostrado una personalidad voluble y contradictoria y eso las confundía aunque no las atemorizaba porque las suculentas propinas valían la pena.
-Monsieur -me llamó abriéndome su gabardina térmica
antiradiaciones para mostrar sus desnudos encantos-, ¿fucking? Big
plaisir. ¿Fucking? Barato. Billig.
-Nein. Danke.
-¿Mamada? -ejecutó un diestro movimiento con la
boca.
No estaba interesado en sus servicios. Sólo buscaba un poco de nieve. Lo suficiente como para un par de rayas. Dentro la música era digitalmente etérea. No necesité ver su color amarillo para detectar el rastro del camello que vendía una magnífica cocaína peruana. El ambiente estaba preñado de nervios. Todos los días quince de cada mes el gran jefe anunciaba los contratos adjudicados. Se palpaba que estaban a tan sólo a unas horas del gran momento. Mientras tanto todos bebían, fornicaban o se drogaban a crédito.
Al gran jefe no le importaba. Rilke cobraba siempre. Con interés. "No somos un asqueroso banco. No me quedaré con los ahorros de una pobre huérfana. Es más divertido echar mierda en el Danubio" dijo una vez aludiendo al destino que reservaba a los morosos. Todos pagábamos en cuanto podíamos. Pero aquel día yo ya era un independiente. Ya no le debía nada.
Nada más entrar me encontré con Rebeca Compton. Una yonqui pelirroja que, si estaba en onda, podía burlar los más sofisticados blindajes. Pero su suerte había cambiado, como hoy me sucede a mí. El tiempo transcurre de un modo curioso. Tu recuerdo sobre una persona permanece invariable y constante, pero, mientras, ella vive, gana, pierde, ríe, llora. Cambia. Luego viene el shock, cuando confrontas pasado y presente. Vi sus ojos hundidos. Contemplé su anoréxica expresión y comprendí. Es la trampa de la que siempre esperas escapar. Abusas de las lágrimas rojas hasta que acabas mezclándolas con anfetaminas para volar mejor en el universo de silicio, para conseguir mejores contratos. Pero el efecto cada vez es menor. Usas otras drogas para mejorar tu nivel. Y, sin embargo, trabajas cada vez peor. Te meten implantes y circuitos más potentes y dañinos en la cabeza y resulta inútil porque las drogas lo anulan. Al final, el más elemental sistema de seguridad de una gestoría de provincias te fríe el cerebro No importa. Cincuenta se matarán para ocupar tu lugar. Y la vida continúa. La nuestra es una especie ingrata. Como una familia que se odia y se ama, pero que jamás cuenta sus bajas.
Una vez me acostumbré a las luces oscilantes, miré con detenimiento su rostro y supe que le estaba llegando el momento final. Contemplando sus gastados ojos sintéticos de saldo adiviné que ya ni siquiera podía venderse como caja de seguridad de información. Nadie alquilaría sus gastados biochips por muy barato que cobrase el servicio porque había dejado de ser segura. La desesperada locura que asomaba ferozmente en sus pupilas espantaría a cualquier cliente. Rilke no le daría ningún contrato por la mañana. Estaba tocando fondo. Vieja. Con sólo veinticuatro años. La invité a una copa. Tuve que pagar yo. A ella le habían cortado el crédito. Mal síntoma. Intentó sonreír pero sólo quedó una patética mueca. Con su pelo naranja y verde se asemejaba más a un cadáver que a una chica que fue lista en el mundo de los ordenadores.
Me presentó a una amiga suya. Guapa. Dulce. Poseía una hermosa sonrisa. Dijo tener diecinueve. No parecía pertenecer al mundo de ciberespacio. Bebimos. Recordamos los viejos tiempos cuando yo todavía estaba conectado a diario, andando con el pelo rapado, con mi enchufe detrás de la oreja. Rapado para que todos lo vieran. El mío era un enchufe de primera, un empalme neural verdaderamente caro, un disco de plasticarne que me permitía el acceso cómodo y eficiente al ciberespacio, al mundo de silicio. Después de tantos años aún funciona. Me costó una verdadera fortuna. Recordar el pasado nos inundó de la más tierna melancolía. Esnifamos un poco de nieve de elevada pureza. Finalmente acabamos los tres en la habitación de mi hotel. Al día siguiente descubrí que la amiguita era la hija de Rilke. Su unigénita.
Pero aquella misma noche, después del sexo, la imagen de Rebeca surgió frente a la mía en el espejo. Sus ojeras quedaban tan marcadas que parecía la encarnación de la misma muerte. Me dejó helado. Balbuceaba. Su voz, quebrada, apenas resultaba audible en aquel minúsculo cuarto de baño en el que apenas cabíamos los dos al mismo tiempo.
-Harry, estoy embarazada. Así, Rielke no me dará
un contrato. Ya sabes, la mayoría de nosotras tienen fetos acéfalos
y monstruos. Con un crío estoy acabada y no sé cómo
abortar. No tengo dinero.
-Entiendo. No tienes crédito y tampoco trabajo.
-Rilke lo controla todo. No podré trabajar mientras esté
preñada si lo tengo y si la criatura sale tarada mi futuro está
escrito en el cubo de la basura. Rilke no admite el aborto y despide a
las que engendran hijos con taras. Son sus puñeteras reglas. Ayúdame
Harry, por lo de esta noche, por los viejos tiempos. ¡Ayúdame,
por favor!
-Tengo metrotrexate y misoprostol. En Viena están prohibidos
pero ya me conoces: siempre llevo algo ilegal en la manga. Te lo puedo
inyectar. Es rápido y limpio. No deja señal. Pasarás
un mal rato pero no será peor que el mono. Por cierto –advertí
con seriedad-, nada de drogas en dos días. Si quieres abortar, nada
de drogas; te chupas el síndrome de abstinencia como puedas. ¿Entendido?
Ninguna droga.
-Un aborto químico. Tan fáciles de hacer y casi
imposibles de conseguir a causa de sus leyes - se sonó la moquita
que le colgaba de la nariz pensativamente- He estado tomando lágrimas
rojas mucho tiempo. ¿Hará mala reacción? Dicen que
son incompatibles.
-Mentiras. Su tolerancia es enorme y su eficacia total. Eso es
un bulo.
-¿Seguro?
-Sino no te lo inyectaría, si pensara que te iba a producir
una mala reacción me hubiera callado. Pero nada de nieve.
Ni una raya. ¿De cuánto estás?
-Cinco semanas, tal vez seis. El lector no es seguro.
-No habrá problemas, si es tan pronto nunca suele haber
rechazos.
-Gracias, Harry. - su mano esquelética sobre mi antebrazo
me heló la sangre. No deseaba su gratitud, tan sólo quería
que saliera de mi vida. Y lo más deprisa posible. Preparé
la dosis y se la pinché. Si nos pillaban, por esa chorrada, nos
caerían siete años de cárcel. Las leyes de la Unión
Europea eran rígidas para eso. Leyes estúpidas en un mundo
injusto. Lo de siempre. La misma historia. La historia de la humanidad.
Afortunadamente todo el mundo hacía la vista gorda. Embarazada.
Hace cuatro años eso jamás la hubiera ocurrido. Pobre yonki.
Una oleada de pena y repulsión me invadió.
Después de aquella conversación y de la inyección con el material de mi botiquín terminó de vestirse y recogió su desgastada cazadora de cuero, se puso unas gafas oscuras y cerró la puerta de la habitación con suavidad. No se despidió. Nunca he vuelto a saber nada sobre ella. No creo que sobreviviera más de dos meses. Espero que fuera así. Rápido.