DOS

Tras ser eyectados fuera del incorpóreo y deslumbrante corredor espacio-temporal, el sol de Trireida brilló con un irregular y cegador blanco, y los miradores del crucero se volvieron herméticamente opacos en el costado iluminado.
  Pocos segundos más tarde, la nave adoptó una órbita cerrada alrededor del nebuloso planeta e inmediatamente los motores de estabilización comenzaron a ronronear con pesadez.
  -Nada- gruñó secamente Kovanen, apartándose de la consola-. No se recibe nada desde ahí abajo...
  Silke volvió a contemplar el segmento ocre de Trireida que se dibujaba a través de la amplia pantalla mirador. Regresó a su puesto con una acentuada expresión de inquietud y posó una mano sobre el hombro de Serguei.
  -¿Cómo están los propulsores?- le preguntó.
  -Comienzan a recalentarse. La fuerza de gravedad me obliga a mantenerlos al máximo rendimiento.
   -Bueno...- comenzó entonces a decir, mirando intermitentemente a los tres ocupantes-. No tenemos más alternativa que descender sin confirmación terrestre. Nos dirigiremos hacia el enclave a través de una de las rutas de menor tráfico aéreo.
  Noaberg resopló silenciosamente y se arrellanó en el sillón, sujetando su cuerpo bajo las apretadas correas de seguridad y pensando amargamente que aquel había sido, sin lugar a dudas, un mal día para dar por acabado su permiso en la Tierra.
  Sin embargo, el descenso resultó asombrosamente suave y eficaz, y una vez sobrepasados los densos nubarrones de las capas atmosféricas más altas, la árida superficie de Trireida saltó ante la pantalla de proa con su invariable y tenuemente rojiza coloración.
 



 

  El casi lúgubre silencio que Noaberg advirtió inmediatamente después de abandonar la nave, roto únicamente por los últimos chorros de vapor que se desprendían de las turbinas de refrigeración, le hizo adoptar una actitud tensa y precavida incluso antes de poner los pies sobre la arena del recinto interior del enclave.
  -¿Qué demonios significa esto?- musitó tras él la muchacha, contemplando la larga y desolada planicie del bastión, únicamente ocupada por algunos vehículos de superficie abandonados al azar-. ¿Dónde se supone que se han metido sus hombres?
  Aquella era la misma pregunta que el sargento acababa de hacerse a sí mismo hacia unos segundos, cuando la esclusa todavía no había acabado de abrirse completamente y ya había conseguido vislumbrar la aplastante soledad que parecía dominar las instalaciones que quedaban dentro de las altas murallas metálicas.
  -Esto no tiene ningún sentido...- fue lo único que logró hacer salir de su garganta, y que más fue un susurro para si mismo que algún tipo de contestación.
  Kovanen apareció a través de la esclusa y, con el rostro desencajado, dijo, tras un largo silencio:
  -Los espectrómetros de la nave no detectan ninguna fuente de calor en los alrededores... Tal vez tuvieron que abandonar el enclave por alguna razón...
  El sargento avanzó unos pasos y giró sobre si mismo. Desde aquella nueva posición contempló la mayor parte de las instalaciones, donde el único movimiento parecía ser el sordo ulular del viento que inconstantemente empujaba pequeños remolinos de arena contra las paredes de los barracones.
  -¿Y qué razón fue esa?- gruñó finalmente, regresando hasta la escalerilla de la nave.
  Silke movió la cabeza y apretó los brazos sobre su pecho, como si repentinamente hubiese sentido una oleada de frío.
  -Vayamos a la ciudad-minera...- musitó con una mal aparentada rigidez, e inmediatamente ascendió hasta el dintel de la compuerta.
  Noaberg titubeó unos momentos antes de seguirla, pero fue consciente de que, de existir alguna explicación para todo aquello, no la iban a encontrar allí dentro.
  Unos minutos después, el veloz crucero de enlace se elevó ruidosamente por encima de las gastadas murallas, desapareciendo tras las suaves altiplanicies del horizonte.
 



 

  Dirigir la nave hasta el cosmopuerto de la ciudad resultó una tarea complicada.
  Silke hubo de mantener una altura no superior a los dos kilómetros con respecto a la superficie, y aquel crucero, aunque de reducida eslora y rápida respuesta de reacción, en absoluto estaba diseñado para navegar dentro de una atmósfera planetaria como así estaban capacitados los transbordadores de cercanías.
  Tras no pocos esfuerzos, y ya con los propulsores de estabilización rozando el límite de su resistencia, lograron alcanzar las circulares pistas de descenso del puerto. Y ante la atónita mirada de los cuatro ocupantes, clavadas en la pantalla-mirador, la nave comenzó a descender dócilmente sin que ninguno de ellos alcanzase a captar un mínimo vestigio de vida sobre la extensa superficie, siempre antes bulliciosa y ajetreada.
  Era, pensó agriamente Jan Noaberg, como si todo organismo viviente se hubiese esfumado súbitamente de aquel lugar, dejando desamparadas las innumerables naves y cargueros, cientos de ellos, como antiguos monumentos de oscuro metal; como parte de un extraño propósito demasiado entrañado como para alcanzar a comprenderlo.
  -Esto tiene un aspecto verdaderamente fantasmal...-. La voz de Serguei sonó perdida y muerta, quizá tanto como todo lo que les rodeaba.
  -¿Aparece aquí algo en los espectrómetros?- preguntó Silke una vez la nave quedó completamente asentada en la pista y pudo apartar las manos de los controles.
  Kovanen apretó los labios y se limitó a mover la cabeza. Entonces ella se volvió hacia Noaberg y fijó toda su atención en él.
  -Usted es el sargento...-dijo-. ¿Qué debemos hacer ahora?
  Noaberg apretó con fuerza los puños y, por enésima vez, alzó la mirada hasta la pantalla principal.
  -No podemos marcharnos sin antes intentar encontrar una explicación a todo esto... Lo más indicado será rastrear la colonia con detenimiento; es imposible que no logremos encontrar algún indicio sobre lo sucedido en este planeta.
  -¿Y si hubiese sido obra de los Colonizadores Whandar?- preguntó Serguei con intranquilidad, casi interrumpiendo las palabras del sargento.
  -No- rezongó de inmediato-. La línea defensiva del Cerco permanece inexpugnable, y ninguno de los buques alienígenas hubiese logrado atravesarla sin ser detectado por alguna de las flotas.
  -Tampoco hemos observado daños que, necesariamente, serían visibles tras un ataque- añadió Silke, pensativa-. El enclave se hallaba totalmente indemne, e incluso algunos transbordadores de cercanías permanecían en el recinto exterior, cuando lo lógico hubiese sido protegerlos bajo los hangares...
  Inmóvil en su asiento, el copiloto asintió, y en lo más profundo de si mismo, deseó con fuerza que ambos tuviesen razón.
 



 

  Minutos después sólo Kovanen permanecía en la cabina de control. Finalmente el sargento había decidido explorar al menos las inmediaciones más próximas de la ciudad-colonia, y a él, como especialista en comunicaciones, le fue encomendada la tarea de intentar regularizar una emisión vía subéter hasta la Tierra. Sin embargo, un primer vistazo a las pantallas de los módulos de comunicación, le bastó para comprender que iba a ser sumamente complicado siquiera conseguir enlace con cualquier tipo de navío que estuviese fuera del sistema planetario: las irregulares lecturas que contempló indicaban que la actividad de la rojiza y febril estrella se encontraba en una cota tormentosa inauditamente elevada...
 
 



 

  En cuanto la pesada esclusa se deslizó completamente, los tres humanos, enfundados en los incómodos equipos de campaña, descendieron la escalinata e iniciaron una lenta y circunspecta marcha a través de las estrechas vías de paso que quedaban entre las decenas de gigantescos cargueros y lanzaderas, dejando tras ellos la silueta del crucero que, en contraposición, se distinguía diminuto y estilizado.
  Una vez alcanzaron las altas vallas que delimitaban la zona portuaria principal del resto de las secciones, buscaron una de las barreras de salida, franqueándola y abandonando finalmente el cosmo-puerto.
  Durante casi veinte minutos caminaron paralelamente a las distintas pistas magnéticas que enlazaban con la ciudad, sin vislumbrar un mínimo movimiento de vehículos de superficie sobre ellas. Y tras superar un largo declive del pedregoso terreno, ante ellos surgieron los primeros edificios del suburbio urbano, tallándose tenuemente sobre la pálida y escasa luz que quedaba del atardecer trireirano.
  El repentino zumbido del espectrómetro portátil que Serguei portaba prendido de la cintura, rompió ajitadamente el silencio que les había acompañado durante toda la travesía.
  -El lector indica algo...- dijo, tomando entre las manos el aparato y advirtiendo que aquellas eran las primeras palabras que ninguno de los tres articulaba desde hacia largos minutos.
  -¿Dónde?- preguntó el sargento, escudriñando con atención los primeros edificios.
   Estos se alzaban ante ellos, al otro lado de lo que parecía ser una de las avenidas magnéticas principales, de manera irregular y aparentemente con escasa estructuración arquitectónica, apiñándose casi caóticamente con la pretensión de no extenderse hacia las escabrosas montañas de los alrededores.
  -En aquella dirección...- les indicó Serguei, alzando su dedo índice hacia una de las vías secundarias. Tras contemplar de nuevo la pantalla del espectrómetro, añadió, con cierto titubeo en su voz-: Sin duda son cuerpos humanos..., pero no parecen desprender señales térmicas o de movimiento...
  -¿Cadáveres?- gruñó Noaberg.
  El copiloto se encogió de hombros y movió los ojos en la dirección indicada.
  -Sería posible... Pero el alcance de este chisme es muy reducido, y la fiabilidad de sus lecturas puede no resultar totalmente concreta.
  Atravesaron la ancha avenida e inmediatamente se vieron rodeados por los altos edificios, caminando por una vía desolada y en la que sólo el resonar de sus pisadas sobre el gastado pavimento parecía romper la pesada quietud de un silencio aplastante y espectral.
  Detenido en medio de uno de los carriles, encontraron un enorme vehículo de transporte colectivo, una especie de antigua y ya en general desuso tanqueta que todavía en aquel planeta se utilizaba como medio para desplazar las cuadrillas de obreros hasta las minas de las colinas.
  Tras la confirmación de que la señal provenía del interior del vehículo, Noaberg se acercó hasta la compuerta delantera e intentó abrirla moviendo varias veces la oxidada manecilla, pero ésta permaneció fuertemente clavada en los goznes, y le fue imposible atisbar el interior a través de la opacidad de los estrechos ventanales. Contrariado, volvió unos pasos hacia atrás.
  -Debe estar sellada desde dentro...- musitó, colocándose a varios metros de la compuerta mientras desenfundaba su pistola y descargaba una corta ráfaga láser sobre la cerradura, la cual se retorció instantáneamente en medio de una vaharada de metal fundido e hizo que la pesada hoja se descolgase hacia fuera.
  Pero antes de que ninguno de ellos tuviese siquiera ocasión de avanzar un solo paso, del interior se escapó un denso hedor, una nauseabunda exhalación putrefacta que les obligó a alejarse casi una decena de metros.
  -¿¡Qué demonios hay ahí dentro!?- escupió Serguei, zarandeando la cabeza como si intentase apartarse de su alrededor aquella pestilencia.
 



 

  Kovanen hizo girar el sillón hacia un lado, apartando sus cansados ojos de la consola de comunicación. Había estado comprobando todas las pautas de emisión con detenimiento, y repitiendo todos los pasos una y otra vez, pero como respuesta no recibía mas que una constante y plana lectura en la pantalla.
  Definitivamente, pensó mientras prendía un cigarrillo e inhalaba una larga bocanada, era imposible contactar con nadie...
  Salió de la cabina y alcanzó la estrecha cocina de popa. Allí extrajo del suministrador una taza de té y regresó flemáticamente a la proa.
  Y cuando se sentó ante la pantalla-mirador, contemplando la rápida llegada de la noche en el exterior, el cigarrillo quedó olvidado entre sus labios y ambas manos se crisparon sobre la taza, derramando parte del contenido.
  Por unos segundos consiguió ver una negra sombra, gigantesca, desplazándose por encima de aquella sección del cosmo-puerto, ocultando a su paso las brillantes estrellas como una especie de palpitante manto opaco.
  Saltó del sillón y pegó todo cuanto pudo el rostro sobre el frío cristal de la pantalla, pero ya le fue imposible distinguir nada...  Fuera lo que fuese aquello, había desaparecido.
  Había desaparecido en dirección a la ciudad-colonia.
 



 

  Noaberg se cubrió parte del rostro con su antebrazo y volvió hasta el transporte, plantándose firmemente bajo el dintel de la compuerta.
  -Santo Dios...- barboteó casi intantáneamente, agitando ante él la mano con la que sostenía el arma.
  Silke y su copiloto cruzaron una mirada inquisitiva y se acercaron hasta el sargento, atisbando el interior del vehículo por encima de los hombros de Noaberg mientras intentaban contener la respiración, contemplando atónitos la macabra escena que allí encontraron: casi una veintena de cadáveres, la mayoría salvajemente despedazados, se apiñaban a lo largo del ensangrentado y angosto pasillo, mezclándose dantescamente entre jirones de intestinos y extremidades desmembradas y putrefactas. Algunos de aquellos cadáveres, en posiciones imposibles, permanecían desmadejados sobre las hileras de asientos, con los rostros desfigurados por enormes brechas abiertas y purulentas.
  Silke exclamó algo incomprensible y descendió atropelladamente del transporte, alejándose entre irrefrenables arcadas y lamentos.
  -¿Qué está sucediendo aquí...?- logró articular Serguei, con palabras entrecortadas y silbantes.
  Noaberg movió la cabeza y se adentró en el pasillo, sorteando los cuerpos y evitando poner un pie sobre los abundantes charcos de sangre que se habían formado junto a estos.
  -Es una auténtica carnicería...- gruñó, fijándose en los rostros de algunos cadáveres, crispados en una rígida mueca de pavor, como si instantes antes de morir hubiesen atisbado el mismísimo Infierno allí dentro.
  -¿Quién ha podido hacer esto?
  El sargento tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo, fue en un tono extremadamente hueco, casi un murmullo, mientras su mente intentaba encontrar algún significado a aquella escena.
  -Ahora podemos estar seguros que no se trata de los Whandar; ni remotamente es éste su método de colonización-. Se cubrió de nuevo el rostro y tomó aire, después añadió-: Los autores de ésta matanza parecen ser dementes... Salvajes completamente enfermos...
  Cuando abandonaron el vehículo, se acercaron hasta Silke, arrodillada en el suelo a casi una decena de metros de allí.
  -¿Se encuentra bien?- le preguntó torpemente Noaberg, inclinándose a su lado.
  La mujer asintió con desaliento, alzando la cabeza hacia él. Respiraba con dificultad y su rostro se veía enrojecido y húmedo.
  -Intente no recordarlo..., hay cosas que debemos apartar de nuestra mente- le dijo, esbozando un gesto repleto de calidez. Por un instante sintió la acuciante necesidad de abrazarla, de apretar hacia sí aquel extremadamente delgado cuerpo que apenas lograba llenar el uniforme y consolarla de alguna manera, de hacerla sentir un poco menos abatida.
  -Lo siento...- suspiró, llenándose los pulmones de aire-. No he logrado contenerme.
  La llegada de la ferruginosa noche les había rodeado de sombras, y una fría brisa atravesó repentinamente la avenida, desordenando el oscuro cabello de la chica, que tanto contrastaba con su tez pálida y demacrada.
  -Para el espectáculo de ahí dentro jamás se está preparado-. Asiéndola de una mano, la ayudó a reincorporarse. Una vez en pie, le sonrió, diciendo-: ¿Está mejor?
  Mientras ella asentía de nuevo, Serguei se movió inquieto tras ellos. En su rostro se dibujaba una preocupación apremiante.
  -¿Qué hacemos ahora?- preguntó.
  Noaberg mostró una mirada sombría, frunció el ceño y dijo:
  -Debe haber alguien...- miró a su alrededor-, alguien en algún lado que sepa lo que ha ocurrido...
  -Tal vez- admitió Serguei apagadamente-. ¿Pero dónde?
  -No lo sé. Sin embargo, todavía hay algo que no consigo encajar...
  El copiloto arrugó la frente intrigado, y el gesto de Silke adoptó casi instantáneamente una expresión similar.
  Noaberg continuó entonces:
  -Quien sea el que causó la matanza en el transporte..., ¿cómo pudo salir después de allí?
  -¿Qué quiere decir?- inquirió Serguei, confundido.
  En un tono circunspecto, y pasados unos instantes, siguió explicando:
  -¿Cómo pudo hacerlo si nosotros nos encontramos la compuerta sellada desde dentro...?
  Pero antes de que ninguno de ellos tuviese ocasión para alcanzar a decir una sola palabra más, un fino y refulgente haz de láser sesgó la sólida oscuridad con un siseó atronador, estallando contra el pavimento a escasos metros de sus pies.
 

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Los Asesinos de Tireida
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