TRES


 




  Noaberg fue el primero en reaccionar.
   Silke, inmóvil a su lado, sintió cómo el sargento se abalanzaba sobre ella cuando las esquirlas de pavimento todavía volaban sobre ellos, arrastrándola con violencia hasta quedar parapetados tras uno de los vehículos de superficie estacionados al otro lado de la avenida.
  Inmediatamente tras ellos, el copiloto se precipitó hasta allí, saltando bruscamente un segundo antes de que un nuevo disparo atravesase el aire con su sordo zumbido.
  -¿¡Desde dónde diablos disparan!?- rugió mientras agarraba con fuerza la pistola láser y apoyaba la espalda contra el vehículo.
  -Es la tercera planta de enfrente- le indicó Noaberg, alzando su arma y enviando una larga descarga ígnea contra la ventana señalada.
  Serguei extrajo el espectrómetro portátil y conectó la frecuencia del bio-escáner. Inmediatamente en la pantalla surgieron una larga serie de telemetrías que fue interpretando mentalmente.
  -Se capta una sola presencia- masculló-. Las lecturas térmicas indican que se trata de un ser humano...
  Una tercera andanada de energía impactó sobre el lateral opuesto del vehículo, produciendo una luminosa lluvia de metal fundido que crepitó al caer sobre el suelo.
  -Aquí no resistiremos mucho tiempo...- les dijo Noaberg, mirando con furiosa intensidad a su alrededor en busca de algún punto más eficaz donde atrincherarse.
  -¿Qué propone, sargento?
  Antes de responder, alzó una vez más el arma sobre su cabeza y volvió a apretar el gatillo, pero desde aquella difícil posición, el haz energético apenas alcanzó la fachada a varios metros de la estrecha ventana.
  -Si intentamos retroceder seremos una diana segura...- explicó con rapidez-; parece que esos disparos provienen de un arma de precisión. Lo más sensato es atravesar la calle y alcanzar el edificio; si efectivamente se trata de una sola persona, no nos será demasiado difícil reducirla entre los tres.
  Serguei torció el gesto y miró con fijeza la pequeña pantalla del espectrómetro. Tras reflexionar durante un corto instante, dijo:
  -Espero que éste chisme funcione correctamente...
  Noaberg se encogió de hombros y se volvió hacia la piloto.
  -Ustedes dos irán primero. Entretanto yo les cubriré hasta que hayan alcanzado la entrada. ¿Entendido?
  Silke comenzó a decir algo, pero sus palabras fueron violentamente apagadas por el silbido de un nuevo destello energético, que con una ensordecedora explosión alcanzó el techo del vehículo y lanzó sobre sus cabezas una lluvia de metal candente.
  -¡No hay tiempo que perder!- gruñó el sargento, apremiantemente-. Uno de esos disparos acabará por hacernos volar en pedazos...
  Serguei barboteó entre dientes algo ininteligible y agarró con fuerza la muñeca de la mujer. Ella desenfundó su pistola e inmediatamente ambos echaron a correr, atravesando las densas sombras de la calle mientras los cañones de sus armas escupían una incesante llamarada ígnea que, lanzada al azar, quedó muy lejos de su objetivo.
  Noaberg, sin embargo, ofreció desde su posición una cobertura mucho más efectiva, moviendo la pistola hacia los lados y convirtiendo sus descargas en una especie de escudo destellante que barrió la practica totalidad de la fachada del edificio.
  Y sólo cuando les vio introducirse en lo que, desde aquella distancia, parecía ser un ancho vestíbulo, volvió a apostarse tras el vehículo, entreteniéndose unos segundos mientras cambiaba el cilindro energético de su arma, ya completamente agotado, por uno nuevo. Entonces, sin perder un solo instante más, se lanzó en una ágil carrera fuera del exigüe refugio que representaba aquel automóvil.
  Apenas fueron diez segundos de carrera hasta que logró alcanzar el interior del vestíbulo, pero bajo las ruidosas descargas que estallaron a pocos metros de su espalda, aquel instante de tiempo le semejó una eternidad en la que sus pies parecieron no avanzar con la rapidez necesaria.
  -¡Vamos arriba!- aulló, blandiendo la pistola hacia las escaleras que ascendían al fondo de la sala mientras en el exterior todavía resonaban los últimos y rabiosos disparos del francotirador.
  Serguei se situó a la par del sargento y ambos sortearon los peldaños con las armas firmemente aprestadas por delante de sus cabezas. Silke, unos pasos más abajo, hizo lo posible por seguirles, apretando su cuerpo contra la pared y evitando de ésta forma ofrecer un blanco a través del hueco de la escalera.
  Finalmente alcanzaron la tercera planta en lo que había sido una tensa ascensión. Una de las puertas del largo pasillo se abrió violentamente en aquel instante y de su interior surgió la silueta de un hombre que sujetaba entre sus manos una potente carabina de precisión, pero apenas tuvo tiempo suficiente para intentar deslizarse hacia atrás cuando Noaberg y Serguei se abalanzaron sobre él como un torbellino, derribándolo de un golpe y yendo a caer los tres en una confusa y atropellada refriega hasta el suelo.
  El sargento consiguió arrancar de las manos del francotirador el fusil que, fuertemente crispadas, hicieron lo imposible por mantener en su poder el arma. Encañonándole con ella, se irguió, bramando con estridencia:
  -¡Estése quieto o le vuelo los malditos sesos!
  El desconocido, ante la impasible amenaza, dejó de convulsionarse e instantáneamente se contrajo contra la pared opuesta, contemplando al sargento con un extraño y oscurecido gesto.
  -¿¡Qué diablos han venido a hacer aquí!?- rezongó, desviando la mirada hacia la enorme boca del cañón.
  Serguei, jadeante, se alzó. Agarró con ira a aquel tipo y le obligó a ponerse en pie.
  -¡Silencio!- le espetó, tan cerca de él que incluso pudo advertir el agrio y sofocante hedor que despedía su cuerpo-. ¡Las puñeteras preguntas son cosa nuestra! ¿Entendido?
  Silke se aproximó entonces a ellos, estudiando con desconcierto el terrible aspecto que mostraba aquel hombre: únicamente llevaba puestos unos sucios pantalones de minero, y sobre su pecho desnudo, una serie de largas y profundas heridas, deficientemente suturadas, habían comenzado a sangrar. Donde debía estar su mano izquierda, un viejo apósito cubría un muñón sesgado a la altura de la muñeca que, tras la breve reyerta, se había desprendido parcialmente. El resto del brazo supuraba en carne viva, y a ella le dio la impresión de que algún tipo de alimaña parecía habérselo roído con salvaje voracidad.
  -¿Qué le ha pasado a éste hombre...?- murmuró, segura de que su pregunta no hallaría una respuesta adecuada.
  El desconocido giró la cabeza hacia ella y entonces pareció reparar en su indumentaria. Esbozó una amarga sonrisa que acabó quebrándose en una especie de mueca irónica.
  -Son soldaditos...-. Se volvió hacia los dos hombres y comprobó que también éstos vestían los negros uniformes-. Soldaditos de nuestro bien amado Gobierno Terrestre...
  -¡Vamos ahí dentro!- rugió impacientemente Noaberg-. Veamos en qué cloaca se esconde este perturbado.
  Obligando al desconocido a caminar delante de ellos, penetraron en el apartamento, atravesando un estrecho pasillo que tenuemente era iluminado por una antigua bombilla de escasa potencia. En la sala del fondo, descubrieron la ventana desde donde habían surgido los disparos.
  -Esto es una verdadera pocilga...- dijo Serguei, sorteando los restos de decrépitos muebles y envases de comida vacíos que plagaban el suelo.
  Noaberg caminó hasta un rincón, descubriendo lo que parecía ser un tosco lecho formado por algunas mantas.
  -¿Dónde está todo el mundo?- le preguntó, regresando al centro de la sala.
  La respuesta del hombre fue un débil susurro, casi un lamentable sollozo:
  -¿Qué importancia tiene eso?-. Agarró una de las pocas sillas intactas y la puso en pie, sentándose en ella con un gruñido-. ¿Qué puede significar ahora?
  -¿Los ha matado?- inquirió-. ¿Igual que ha intentado hacer con nosotros?
  -¡Oh, vamos! Ustedes son militares..., los presuntuosos sicarios espaciales del planeta Tierra, ¿verdad?-. Tomó aire y, con desagradable pedantería, siguió-: Pues deberían haberles enseñado que es ilógicamente posible que una sola persona acabe con la vida de quinientos mineros con una maldita carabina...
  Noaberg frunció los labios con irritación, y tuvo que hacer un esfuerzo para no emprenderla a puñetazos con aquel tipo.
  -¿Qué ha sucedido entonces?- barboteó finalmente.
  -Ya le he dicho que eso no tiene importancia ahora... En realidad también yo estoy muerto-. Alzó la mirada y le contempló unos segundos, con exagerada fijeza-. Y ustedes tres... No somos sino cadáveres que todavía hablan...
  Silke se acercó a ellos desde el otro extremo de la habitación y extendió una mano, mostrándoles un par de tabletas de comprimidos.
  -¿Qué es esto?- preguntó, situándose junto a Noaberg.
  El hombre se encogió de hombros, y el sargento cogió una de las tabletas, estudiándola con atención.
  -¿Fármacos?- gruñó, desprendiendo de la envoltura una de las diminutas cápsulas.
  -Los tiene a cientos ahí...- le explicó ella-, bajo el lecho. Creo que es el Componente 2.R...
  Serguei se apartó de la ventana. Sus ojos se entrecerraron con intriga y  murmuró:
  -Tranquilizantes...
  -Más o menos- dijo Silke, hablando con lentitud, como si se estuviese esforzando en recordar algo-. Se solían utilizar hace tiempo; antes de diseñar los primeros hiperpropulsores espacio-temporales. Antes incluso de comenzar a fabricar las primeras aeronaves capaces de superar la velocidad planetaria. Servían a los navegantes como panacea para evitar los ataques de claustrofobia que sufrían tras haber permanecido durante demasiado tiempo en el espacio..., pero su consumo se prohibió cuando, ciertos estudios, hicieron sospechar que podían producir esquizofrenia a largo plazo.
  Noaberg dejó caer al suelo las cápsulas y se volvió hacia el hombre con una expresión desapacible en sus ojos.
  -¿Por qué razón los está almacenando?- gruñó.
  La mirada del hombre recorrió la habitación de un extremo a otro, perdida en algún punto indeterminado de ella. A Noaberg le dio la impresión de que en un momento u otro iba a comenzar a llorar allí mismo, tristemente sentado sobre la desvencijada silla, como un niño asustado y tembloroso. Sin embargo, se equivocó. Aquel tipo finalmente curvó sus labios en una sonrisa agria y apagada y extendió el brazo por delante de sus ojos, mostrándoles el sanguinolento muñón mal cauterizado que era su muñeca.
  -Es lo único que consigue evitar esto...- dijo entonces-. Lo único que logra mantenerme mínimamente estable...
  -¿¡Pero de qué maldita cosa está hablando!?- le espetó Serguei con aversión.
  El hombre no respondió inmediatamente. Se apartó hacia un lado los cabellos desgreñados que le habían resbalado sobre la frente y resopló con visible hastío.
  -No lo entienden...- musitó mientras meneaba hacia los lados la cabeza-. Es demasiado tarde incluso para ustedes. Esas cosas ya han vuelto.
  Noaberg se inclinó alarmado hacia él y preguntó:
  -¿Qué cosas?
  -Los puedo sentir...- fue la confusa respuesta-. He aprendido a oírles llegar, ¿sabe? Y ya están ahí arriba otra vez...
 



 

  No podía haber sido un engaño visual...
  Kovanen se repitió mentalmente aquellas palabras una y otra vez mientras conectaba de nuevo los registradores espectrométricos de la nave.
  Y los segundos que tuvo que esperar hasta que los distintos bio-escáner se desplegaron automáticamente en la parte superior del fuselaje, produciendo un ligero siseo por encima de su cabeza, le dieron la impresión de que discurrían con una lentitud desmedida, sin que él pudiese hacer otra cosa mas que fijar la mirada en la vacía pantalla.
  Finalmente su rostro se contrajo en una serie de arrugas sobre la frente cuando la consola cobró vida y en ella se dibujó un amplio esquema topográfico que debía abarcar casi una decena de kilómetros, el máximo alcance de barrido que fue capaz de programar en el sistema. Inmediatamente advirtió una indicación térmica en forma de circulo parpadeante sobre el ángulo inferior, justo por encima de una sección del esquema que aparecía como un hexágono de líneas azules, comprendiendo que aquel perímetro era el que englobaba a la ciudad-minera. Sin embargo, la intranquilidad que recorrió su cuerpo no alcanzó su más alto grado en aquel punto. En el ángulo opuesto de la pantalla, formado por los irregulares trazos que esquematizaban las largas cordilleras montañosas del este, resaltaba otra señal térmica que a simple vista parecía alcanzar un tamaño veinte veces mayor que el de la ciudad, y que, sin lugar a dudas, se desplazaba lentamente hacia el otro punto de la pantalla, directamente hacia el icono hexagonal en donde se situaban los suburbios urbanos...
  Apresuradamente hizo deslizar el sillón a lo largo de la parrilla de control, situándose frente a los paneles de comunicación y conectando una de las frecuencias de emisión-recepción de corto alcance.
 



 

  Noaberg frunció el ceño con expresión férrea y caminó hasta la ventana. A través de los cristales escudriñó con atención las múltiples sombras del exterior; pero fue algo que advirtió en la parte superior, justo por encima de las moles metálicas de los edificios de enfrente, lo que le hizo adoptar abruptamente un desasosiego que paralizó todo su cuerpo y produjo en su garganta un gruñido ahogado.
  -¿Se da cuenta ahora...?- masculló el hombre desde la silla, un solo instante antes de hundir la cabeza bajo los brazos y comenzar a sollozar en silencio, con espasmódicas exhalaciones que apenas fueron audibles.
  Silke se apartó de él con un gélido estremecimiento. Le pareció que aquel era el llanto más angustioso y aterrado que jamás había escuchado, y deseó con fuerza poder dejar de oírlo.
  Se volvió hacia el sargento y se acercó hasta la ventana, dejando entre las penumbras de la habitación la enjuta silueta de aquel hombre.
 
 

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Los Asesinos de Tireida
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