¿Que quieres ser de grande? ¿Contador, ingeniero minero, abogado, bombero, astronauta? A lo mejor nuestra verdadera vocación sobrepasa las dimensiones que tenemos calculadas para nuestra pobre vida.
EL TOCADOR
por: Abraham Martinez
amtza@hotmail.com
    Cuando era niño, tenía un perrito de felpa, lo llevaba a todas partes conmigo, y por eso se burlaban de mí mis amigos de la primaria.
    Han pasado los años, y aun les llevo flores al cementerio, ellos murieron hace bastante tiempo, nunca tuve un amigo cercano, pero ellos eran de los pocos que jugaban conmigo, a pesar de haber nacido, como dice la gente, “con mala estrella”.

    Tuve perritos de verdad, y gatitos, pero se me morían casi al día siguiente de que me los regalaban, hasta que un día dejaron de dármelos, porque decían que no los cuidaba. Aunque no creo que haya sido muy cierto eso, el caso es que mis mascotas se me morían.
    Por eso el apego al perrito que cargué conmigo a todas partes hasta los diez años, cuando ya estaba demasiado grande como para no sucitar las burlas de los escolares y tener un intercambio de golpes.

    La verdad, siempre he sido muy retraido, mis padres se murieron casi después de yo nacer, primero mi mamá y luego él. Realmente no los conocí, sólo en foto. La guardo para algún día enseñarsela a la gente, si me pregunta que cómo puedo yo existir, y no es que nadie se hubiera hecho cargo de mí, porque mi padre me protegió con un buen seguro y mi madre con un fideicomiso… no era millonario, pero al menos pude terminar la secundaria.

    Mi vida ha pasado de una escuela a otra, no duro mucho en estas, no más de un año, así que tengo recorridas como cuatro primarias y tres secundarias, en muchas ciudades de del país, he sido adoptado en el  industrializado norte, el centro, las playas y las selvas del sur… creo que ahora puedo decir que no soy de  ningún lado, porque mi trabajo me exije viajar mucho.

    Cuando estaba en tercero de secundaria, una muchacha se enamoró de mí… suena bonito al decirlo, pero pensando con la cabeza y no el corazón, no sé que vió: No soy muy alto, y dicen que tengo semblante enfermo, pálido y ojeroso. La verdad nunca me enfermado de nada, pero bueno; ella se llamaba Ursula, cuando salimos de secundaria, empezó a llamarme por teléfono en las vacaciones, yo no quería  verla,  pero me insistió mucho y al final accedí, me dijo cosas como que a ella le gustaban mucho los vampiros y las cosas góticas, de hecho la única vez que nos vimos andaba toda de negro, hasta las uñas, y la base de su maquillaje era blanco. Recuerdo con claridad que todo en ella, intentaba emular un muerto, aunque a diferencia mía, su rostro y cuerpo no mostraban nada mas que una gran vitalidad y belleza. Debo decirlo.
Le habían dicho que yo iba mucho al panteón, y allí me buscó, vestida como les dije, frente a mi se deprimió y me enseñó la tumba de su padre, me dijo la clase de cosas que muchos adolescentes con problemas decimos, sobre lo inutil de la vida y de que quisieran dejar de existir.

    Cuando comenté esto, todo mundo dijo que aclaraba muchas cosas, porque el mismo día que ella y yo habíamos hablado, la hallaron muerta, había chocado contra una barda, su carro no tenía fallas, y decían que era un caso más de suicidio.

    Me mudé de nuevo de ciudad, ya no tenía mucho dinero de lo que me habían dejado, y tampoco interés en hacer la prepa, conseguí un trabajo en que no tenía que estar cerca de la gente, soy algo… mas bien soy muy huraño, y no me gusta tener que hablar mucho, por eso me aceptaron en la biblioteca municipal, donde ordenaba los libros y archivaba las multas, que no eran muchas, había una señora a bastante grande, ella me aconsejó que si no me gustaba tratar a la gente directamente, entonces la conociera a través de los libros, de allí leí los clásicos: Dickens, Melville, Victor Hugo, Lorca, Márquez; bueno, leí bastante y creo que aprendí de ellos lo que nadie en el mundo me enseñó.
    No me gustan los cuentos de terror.

    Quise empezar a escribir, pero creo que ese no es mi talento, mis poesías sonaban huecas y mis relatos, todos inconclusos, acabaron aburriéndome.

    Unos meses después de trabajar en la biblioteca, la señora que me había empleado se murió, por la edad, aunque no era tan vieja, tenia como sesenta y seis años, aunque también problemas del corazón, a lo que le atribuyeron el deceso.

    No quedé desempleado, mandaron un reemplazo los del ayuntamiento, una señora muy seca, que no me hablaba mas de los necesario, y no es que me hablen mucho, pero uno siente cuando la gente tiene miedo, y yo sabía que ella tenía miedo de mí.
No la culpo, un tipo de dieciocho años, flaco y callado que deambula por los corredores sin hacer ruido, no le hace gracia a la gente que es supersticiosa.

    Ahora creo que toda superstición tiene un fundamento, como eso de pasar bajo la escalera, porque una lata de pintura puede resbalar y caerte en la cabeza, o lo del espejo roto, porque tardas siete años en hallar el último pedazo con el que te cortarás.
Gracias a esa señora, conseguí mi último empleo, el que todavía tengo en el gobierno, yo sé que soy un burócrata, pero no tengo miedo de quedar en la calle nunca, siempre hay mucho que hacer.

    Una noche, se metió un ladrón a la biblioteca, no se puede sacar mucho dinero de ese lugar, yo lo se muy bien, pero he oido que en estos últimos años del siglo, la crisis ha sido muy dura, por ello ese tipo hizo lo que hizo. La señora, que estaba dentro, gritó; el asaltante se espantó porque había pensado que estaba solo. Sacó un cuchillo para filetear, ella se puso nerviosa y él más.
    Para cuando llegué, ya la había picado en el vientre. Cuando me vió, no supo que hacer y quiso correr a la ventana por la que había entrado, yo hice lo único que se me ocurrió entonces y lo perseguí, lo jalé de un tobillo, me acuerdo que no traía calcetines, él de pronto empezó a jadear, como si le faltara el aire.
    Cayó dentro y me vio a la cara, me dijo que se estaba muriendo y eso fue lo que le pasó al poco rato.
    Así nada más, se murió de repente.
    Volví con la señora, había sangre negra en el piso, ahora sé que estaba negra porque le había perforado el hígado, pero esa fue la más impresionante visión que había tenido hasta entonces, en mi vida.

- Tu matas a las personas, - me dijó agitada -. ¡No me toques!, Exclamó.
    Pero yo tenía que ayudarla y llamé a la ambulancia, luego traté de que se quedara tranquila y le agarré la mano, ella empezó a llorar, porque no tenía fuerzas para soltarme.
    Cuando llegó la Cruz Roja, estaba muerta también.

    He oido que este año, último del siglo, los crímenes en las calles se han puesto peor que nunca, que más de cien asaltos a bancos, casi mil secuestros; y en la capital, donde radico, cientos de robos como el que ví esa tarde, diariamente.

    Ahora prometen que eso va a cambiar, y yo sé que tal vez así sea, las cárceles poco a poco se irán quedando vacías, y la gente de la calle podrá en unos años salir a caminar tranquila.
Es cierto también, aunque no lo dicen, que nunca más habrá tumultos en el metro o el centro.

    Me dicen “el Tocador”, la gente que comete crímenes violentos dura poco antes de conocerme: voy de Estado en Estado, haciendo mi trabajo, la pena de muerte demora sólo el tiempo que tardo en llegar a ellos.

    Me han obligado a usar guantes, aunque no creo que eso reduzca en algo mi condición, me he acostumbrado a los pasillos mal iluminados,  a los rostros que al principio eran burlona incredulidad, y ahora me suplican piedad, que se  resisten a ser tocados por mis manos.

    No es un trabajo que me haga feliz, pero al menos no moriré de hambre.
    Sólo lo siento por la gente que toqué sin saber lo que hacía, me quedan de ellos pocos recuerdos, algunas fotos en las paredes de mi departamento silencioso, y algunas flores marchitas en muchos cementerios.


Algo sobre el autor:
Abraham Martínez nació vive en Tampico, y es estudiante de último semestre de Ing. Química en el IEST. Comenzó a escribir cuentos y novelas cortas de ciencia ficción y terror a los quince años, y así continúa haciéndolo hasta hoy, 9 años después."El Tocador" fue escrita en el verano de 1998.