Una mirada, gustos afines, una sonrisa y  una amena platica con la chica de la biblioteca puede indicarnos que lo que tanto hemos esperado, nuestra alma gemela, esta ahí... pero a  veces, las atormentadas almas gemelas pueden llevaronos muy cerca del infierno.

VALERIE
(Basado en una narración de César E. Pratts)
Por: Luis G. Abbadié

Aún en las noches más cálidas siempre mantengo todas las ventanas de mi casa cerradas, y cuando escucho el sonido de una puerta o ventana al abrirse inesperadamente a mis espaldas sufro tremendos sobresaltos; a veces me preguntan el por qué de mi actitud, pero no podría revelar la causa de mi aversión a asomarme siquiera a través del cristal cuando el sol se ha ocultado, pues me tacharían de loco.
Conocí a Valerie Loveman en 1982, cuando asistía a la secundaria del Instituto Loyola. Valerie era una muchacha vivaz e inteligente, de abundante cabello rubio-castaño y grandes ojos verdes enmarcados por un rostro pálido que su intensa imaginación y fuerte individualidad hacían refulgir. A pesar de lo que todos creían, durante mucho tiempo no hubo entre nosotros más que una estrecha amistad.
Valerie y yo nos conocimos en la biblioteca; yo acudia a ésta con cierta frecuencia para consultar su abundante acervo de autores como James Frazer, Jacques Bergier y Charles Fort, y me alegré de conocer a otra persona interesada en temas tan poco usuales a nuestra edad. A lo largo de una extensa charla me enteré de que ella era extranjera, y hasta el mes de enero de 1978 su hogar había sido la ciudad de Davenport, en California, pero ahora vivía con su madre en una vieja casa al noroeste de la ciudad, muy cerca de la Universidad Valencia; dicha casa no estaba lejos de mi propio domicilio e insistí en acompañarla hasta la puerta de su casa.
Unas cinco semanas pasaron antes de que me fuera dado conocer a su madre. La Sra. Loveman era una mujer extraña y casi misteriosa que vestía siempre de una manera increíblemente anticuada: vestidos largos con cuellos altos, mangas largas y ajustadas, de colores invariablemente obscuros, que se combinaban con su elegainte peinado (el pelo engrisecido sujeto arriba y atrás de su cabeza) y su rostro adusto para conferirle un sorprendente —y no del todo inapropiado— parecido con Agatha Harkness, tal y como Bill Sienkiewicz dibujaba a este personaje de Marvel Cómics. Algunas veces pensaba en esta altiva dama como en una baronesa salida de algún relato de Maupassant o de Poe; y esta imagen tampoco era tan errónea como suponía, ya que la Sra. Loveman era realmente una bruja.
Por supuesto que Valerie no la llamó de esa manera cuando me lo dijo; solamente comentó que su madre practicaba el paganismo y había estudiado las ciencias ocultas, y me reveló que de cuando en cuando realizaba curaciones por medio de ciertas hierbas o de ejercicios psíquicos, aunque por lo general se limitaba a hacerlo con Valerie o consigo misma.

Su casa era de lo más adecuado para la Sra. Loveman, si bien Valerie no encajaba en semejante monumento al pasado; se trataba de una casa de muros descoloridos y techos altos donde el tiempo parecía haber dejado marcado el paso de cada día: recurrentes cuarteaduras y manchas negruzcas en los muros de adobe; techos levemente convexos donde asomaban una o dos vigas herrumbrosas que rechazaban cualquier intento de cubrirlas con yeso; grandes ventanas enrejadas en el piso inferior y estrechos balcones en el superior; y, como contribución de sus actuales habitantes a la ya impresionante atmósfera de inmemorial antigüedad, estaban los viejos muebles que la Sra. Loveman y su hija habían traído consigo desde su hogar anterior en Davenport. Se trataba de auténticas obras de arte del siglo XVIII, de un encanto y belleza inalcanzables para las modernas imitaciones talladas por máquinas, tan difundidas por los muebleros actuales.
Amueblada de esta manera, la casa daba la sensación de ser una auténtica mansión dieciochesca. Tenía cuatro habitaciones en el piso superior, y en la planta baja había, aparte de sala, comedor y cocina (todos ellos de moderada amplitud), un pequeño patio en el centro de la casa; más allá de él nada más había una cochera fuera de uso, pues Valerie y su madre carecían de automóvil. El patio antes mencionado, donde sin duda más de una sirvienta había lavado las ropas de diversas familias durante el último siglo, tenía sólo dos entradas: una, siempre cerrada e incluso obstruida por un pesado mueble roto, que daba a la cochera; y otra, que consistía en una puerta con paneles de vidrio en la parte superior, que conducía a la cocina.
En cierta ocasión Valerie me dijo que sus viejos muebles eran una herencia que había pasado por los hogares de varias generaciones de la familia de su madre desde su fabricación en 1849, y me divirtió enterarme de que habían sido hechos en Salem, Massachusetts; esto no sólo coincidía irónicamente con las peculiares creencias de la Sra. Loveman, sino también con los deliciosos antecedentes de la propia casa, que Valerie y yo estuvimos indagando en una ocasión.

A diferencia de su madre, Valerie gozaba hablando acerca de las tradiciones que había aprendido de ella. Todo ello me parecía fascinante a pesaar de que no creía mucho en la magia, ya fuese blanca o negra; llegamos a pasar horas enteras discutiendo no sólo el paganismo europeo sino diversas ramas del ocultismo, la mitología e incluso, a veces, la demonología. Los conocimientos de Valerie eran sorprendentemente amplios y a veces me limitaba a escuchar sus especulaciones acerca de cómo ciertos logros científicos y acontecimientos recientes parecían corroborar mitos ancestrales como los de las sumergidas tierras de Mu, del no menos fabuloso país de Mnar, o de Yig, el mítico Padre de las Serpientes de los indios Dakota. Igualmente hablábamos de más sólidos hechos u objetos ensombrecidos por velos de misterio, tales como la célebre "Piedra de Dagon", tallada en honor del antiguo dios caldeo, que fuera hallada en 1979 en las ruinas de Ebla, o bien la fallida expedición de Pabodie a la Antártida, realizada en 1931, que ha dado pie a tantas especulaciones entre los modernos astroarqueólogos. Me interesó mucho lo que Valerie me contó acerca del proyecto de investigación parapsicológica que se inició en la Miller University de Davenport casi un año antes de que Valerie y su madre se transladasen a Montecruz. Valerie había sido voluntaria para este proyecto y, como su madre lo había predicho, la primera etapa del exámen señaló que ella poseía un nivel ESP superior al promedio.
Creo que era ese mutuo anhelo de ir más allá de los prosaicos conceptos del universo impuestos por la ciencia tradicionalista lo que nos unió desde el primer momento. Como he dicho ya, durante algún tiempo no existió abiertamente ningún lazo entre nosotros, pero ahora veo que nuestra amistad había sobrepasado tal definición mucho antes que nosotros, maniatados por la misma introversión que nos unía, lográsemos reconocerlo. A veces, cuando estábamos solos y, en silencio, la miraba a los ojos, por un instante podía espiar el reflejo de nuestra mutua añoranza, nuestra obsesión por aquello que se oculta más allá de nuestras manos, siempre fuera de alcance mas tentadoramente cerca, que se deja entrever pero nunca se revela ni nos dice su nombre... nuestra fascinación por el misterio; ése, en verdad, sería uno de los más poderosos y extraños vínculos entre nosotros.

En marzo de 1984 Valerie enfermó. Fue algo repentino e inesperado. ¿Quién habría sospechado que alguien como ella tendría problemas cardíacos? Fue un martes cuando pasé por su casa, como habíamos acordado el día anterior, y me topé con una pesadilla.
Por la mañana, tras de un rápido desayuno, Valerie había estado sentada en el sofá de la sala; entonces pareció recordar algo que necesitaba de su dormitorio y empezó a subir las escaleras; por fortuna, cuando el dolor la asaltó cayó no de espaldas, sino hacia adelante, y se salvó de rodar escaleras abajo. La Sra. Loveman, después de llevarla hasta su cama, utilizó algunos de sus propios métodos curativos para contrarrestar temporalmente el peligro (los cuales, pensé yo, habrían servido por lo menos para tranquilizar a la pobre mujer), y sólo entonces llamó a un médico.
El médico estaba atendiendo a Valerie cuando yo me presenté. Al terminar su exámen le dijo a la Sra. Loveman que lo mejor sería llevar a su hija al hospital, pero ella, obstinada, se opuso con firmeza a esta sugerencia. Luego de fracasar en sus esfuerzos por hacerla entrar en razón, el médico se fue, irritado, y yo pasé al dormitorio de Valerie. La visión de su pálido rostro demacrado y sus ojos enrojecidos me llenó de angustia.
Visité a Valerie todos los días; unas veces la encontraba bastante mejorada, otras espantosamente débil y cansada. En ocasiones, cuando ella pasaba sus peores momentos, me parecía estar ante un fantasma que en cualquier momento se dispersaría en forma de niebla gris. Estaba convencido, a pesar de mi ignorancia en medicina, de que su corazón no era realmente la única causa de su estado, pero no le pedí mayores detalles al médico pues sabía que el conocerlos sólo me atormentaría más. Yo admiraba su optimismo y tenacidad, que no dejaban nunca de manifestarse a pesar de que estaba bien enterada de su situación. Mi voz se quebró cuando, una tarde, leí a petición suya el poema La Durmiente, de Poe.
Valerie se sostenía día a día con impresionante valor, sobreponiéndose a la enfermedad que la arrastraba inexorablemente hacia el umbral del último de los grandes misterios que sirempre le habían fascinado, y yo observaba impotente su rápido avance hacia ese prematuro encuentro. Los medicamentos no servían más que para demorar ese resultado y, a pesar de la insistencia del médico, así como la mía, e incluso de la propia Valerie, la Sra. Loveman se negaba a permitir que su hija fuese llevada al hospital. La cirugía era su única esperanza, y su propia madre se la negaba. La Sra. Loveman se preocupaba únicamente por sus preparativos para los rituales que, según ella, devolverían la salud a su hija.
Nada cambió hasta que, en la segunda semana de su enfermedad, Valerie empeoró visiblemente. Al abrir la puerta de su dormitorio la vi tendida sobre el lecho, un pálido fantasma de sí misma: sus ojos entrecerrados, su cabello revuelto, sus labios resecos, su voz apenas un susurro. Me habló con un flaqueante optimismo que yo intenté reforzar; ambos sabíamos que era un esfuerzo vano, pero no nos rendimos. Hablábamos de cosas que habíamos hecho antes, de algunos amigos nuestros que a veces la visitaban también, de los libros que nos gustaba leer, de...
En más de una ocasión ella no pudo contener las lágrimas, y yo tampoco.
El médico vino y se fue, murmurando algo acerca de una posible mejoría en la que ni siquiera él mismo creía. Yo mismo tuve que atender a Valerie e incluso preparar sus alimentos, ya que su madre se había negado a hacerlo desde esa mañana. Así, pues, me dediqué a proporcionarle su comida, sus medicinas, compañía. Valerie comentó entonces que parecía como si estuviéramos casados y yo cuidara de mi esposa enferma. Me sorprendí, ya que eso era precisamente lo que yo me hallaba pensando. No era la primera vez que esto sucedía; ella era muy perceptiva.
La Sra. Loveman se negaba a subir al dormitorio de su hija y no había probado bocado en todo el día; sólo se dedicaba a contemplar unas cartulinas amarillentas en cuya superficie habían sido trazados diversos signos rúnicos y extraños pentagramas, o bien a encender pequeños incensarios que impregnaban la planta inferior de la casa con desconocidos y penetrantes aromas. A veces le daba por musitar alguna tétrica tonada o recitar espantosas fórmulas en latín o hebreo que, gracias a Dios, no se escuchaban en la habitación de Valerie.

Hacia las 7:00 P.M., Valerie empezó a hablar acerca de su madre.
-¿Sabes? -dijo en tono casual-, creo que mamá tiene... algunas ideas demasiado extrañas. Yo no soy escéptica, claro, pero a veces...
-¿A qué te refieres? -pregunté.
Titubeó, pero al fin prosiguió:
-Mamá me decía una vez que no debíamos temer ninguna desgracia, porque había alguien que... podría cuidarnos.
-¿Cuidarlas...?
-¿Te acuerdas cuando te hablé del proyecto de la Universidad Miller, allá en Davenport? -asentí con la cabeza. Su voz era poco más que un susurro, pero clara y ansiosa-. Mamá dijo que iban a encontrar en mí algo especial... que yo era perceptiva. Y así fue -sonrió muy levemente-; las pruebas indicaron que mis facultades psíquicas eran mayores que el promedio.
Asentí de nuevo.
-Tenía razón -prosiguió-, soy perceptiva. A veces puedo sentir cosas, ya sabes... sé lo que alguien está pensando acerca de mí, cosas que van a pasar... -Valerie me miraba fijamente con sus ojos verdes, cansados y, me di cuenta entonces, asustados-. He sentido en estops días algo parecido... como si me estuvieran vigilando constantemente, como si algo estuviera aquí, allá, en todas partes, buscándome... a punto de alcanzarme. Es... es algo que va a pasar y que no puedo evitar. Antes no era más que una sensación ligera, pasajera, pero ahora... cada vez es más intenso, más horrible... es... ¡no puedo soportarlo!
-Valerie... -empecé, sin saber qué decir.
-Hablé ayer con mamá -siguió diciendo con voz temblorosa, sus ojos húmedos aún fijos en los míos-. Dijo que no iba a necesitar más al doctor, que ella iba a conseguir ayuda de otro tipo... -la débil voz de Valerie se convirtió en sollozos; se cubrió la cara con ambas manos y dejó de contenerse. Me levanté de mi silla y me senté en el borde de la cama, a su lado, poniendo mi brazo alrededor de sus hombros. Valerie oprimió su rostro sobre mi pecho y siguió expulsando su angustia.

Después de las 8:00, Valerie se quedó dormida. Apagué las luces silenciosamente y me detuve un momento a contemplar su rostro en la penumbra. En esos momentos no parecía quedar rastro alguno de los temores y sufrimientos que la acosaban; era sólo la muchacha de cabellos largos y ambiciosas ilusiones que yo había conocido un año antes en la biblioteca, soñando quizá con un mundo de extrañas personas y portentosas ciudades donde la tristeza y el dolor no serían sino mitos olvidados.
Una ligera sonrisa se formó en sus labios.
Cerré la puerta a mis espaldas, enfrascado en mis dolorosas fantasías.
Encontré a la Sra. Loveman sentada en un extremo de la mesa del comedor. La escena me asombró, a pesar de estar ya familiarizado con su extraordinaria forma de ser: su vestido de color púrpura, de mangas ceñidas y cuello alto, el atuendo de una dama de tiempos ya idos, así como su cabello enblanquecido que se abultaba en un no menos antiguo peinado, y su imponente y afectada inmutabilidad, todo encajaba a la perfección en el cuadro formado por esa mesa labrada con cu pálido mantel de encaje, la silla de intrincados arabescos que ella ocupaba, y la casa misma, sugerente de una grandeza remota... Por un momento me vi trasladado un siglo atrás, a una soñada Nueva Inglaterra, probablemente en Salem, cuando los miembros de las más notables familias se sentaban a la mesa y acogían con intachable dignidad los víveres preparados, quizá, con motivo de alguna celebración...
-Señora -dije entonces; mi propia voz rompió el desconcertante encanto de la escena, pero la altiva mujer no se dignó a mirarme.
-Debes irte -dijo, erguida en su asiento y mirando al frente; era una orden más que una sugerencia.
-Valerie está empeorando -insistí, como lo había hecho más de una vez-. No puede negarse a que sea llevada a un sanatorio; permítame llevarla en un taxi...
-Mi hija permanecerá aquí -declaró, fría y autoritaria.
Ya habíamos pasado antes por todo esto; aún el médico había sido incapaz de convencerla. Tenía que probar algo nuevo, hablarle con su propio lenguaje.
-Lo que usted hace es un error; puedo sentirlo. Valerie también lo siente. Ella percibe que el hospìtal es su única esperanza.
Esta vez sí me miró; una mirada hostil, exasperada.
-Yo siento lo contrario -dijo calmadamente-. Sé lo que hago, y tendrás ocasión de comprobarlo.
-¡Escuche! -exclamé en un estallido de mi frustración acumulada, convencido de que la Sra. Loveman estaba loca-. Valerie está muriéndose y no me voy a quedar sin hacer nada -ni siquiera me importó, en mi angustia, gritar mis argumentos, pero éstos llegaban de todos modos a oídos sordos-. ¡La voy a llevar ahora mismo al hospital, no importa lo que usted diga, porque es la única forma de salvar su vida!
La mirada fija en el muro situado frente a ella, la Sra. Loveman declaró:
-Nêgara no dañará a lo falto de movimiento.
Al escuchar estas palabras quedé petrificado, invadido de repente por un horror indefinible, causado no sólo por las desconcertantes palabras de la ancianasino también por el inexplicable sonido que llegó a mis oídos a través de la pùerta abierta de la cocina, a mis espaldas: el inconfundible ruido de la puerta quedaba al pequeño patio interior de la casa al ser sacudida desde afuera.
Reaccioné y retrocedí para poder asomarme por la puerta de la cocina y ver quién intentaba abrirse paso desde el patio, cuya única entrada, recordé entonces, era la misma puerta que estaba siendo sacudida, afianzada desde el interior con un cerrojo. Y a través de los seis paneles de cristal que conformaban la parte superior de la puerta del patio ví una masa caleidoscópica de vapores o gases que flotaban y se enroscaban, teñidos de diversas coloraciones opacas entrevistas tras la predominancia de un amarillo fuerte y un rosa obscuro; y por uno de los paneles inferiores se asomaba, conformada de los mismos vapores espesos igual que una de las figuras sorprendentes que suelen adoptar las nubes, sólo que un millar de veces más definida, la faz perfectamente delineada de una infernal criatura de rasgos bestiales que flotaba allí afuera,suavemente balanceándose en el aire nocturno.
Sacudido por esa visión, retrocedí. Miré a la Sra. Loveman, su encanecida cabeza en alto y sus manos sobre la mesa, inmóvil como una estatua de cera.
Nêgara no dañará a lo falto de movimiento...
Ella se sentaba allí, inmóvil, los párpados cerrados, pero ¿qué podía hacer yo? Pensé por un momento sentarme en otra silla, imitándola, pero deseché en seguida esta idea absurda. Aún cuando el permanecer inmóvil fuera la salvación, como ella lo dijo, ¿cómo lograrlo cuando el miedo me estremecía? Llegué a tropezones al lado opuesto de la habitación, sin poder pensar con coherencia; el ruido incesante, de la puerta agitada por manos inhumanas con inexorable insistencia seguía escuchándose a través de la puerta de la cocina, de la cual sólo me separaba la amplia mesa rectangular. En la cabecera de dicha mesa, a mi derecha, la Sra. Loveman permanecía imperturbable, ignorando tannto a mí como al ruido. Mi cerebro había estallado en un torbellino de ideas caóticas danzando al ritmo del ruido de la puerta del patio, que era agitada una y otra vez...
...y abruptamente se detuvo.
En el terrible silencio que siguió miré hacia la puerta de la cocina, sabiendo demasiado bien lo que en unos instantes aparecería en ella. Mi cerebro gritó, y me desplomé boca abajo, irracionalente, sobre una silla que se hallaba separada de la mesa; mi estómago quedó atravesado sobre el asiento de la silla, mi cabeza y brazos colgando por el lado derecho de ésta. Volví entonces la cabeza y tuve, por debajo de la mesa, entre las patas de ésta y de las sillas, una visión parcial dela parte inferior de la habitación... y vislumbré una masa nebulosa y cambiante de vapores que se desplazaba en completo silencio hacia la habitación contigua, sin detenerse. Me quedé allí, temblando, percibiendo el vago olor a putrefacción que la cosa había dejado a su paso... entonces recordé a Valerie.
Supe horrorizado cuál era el destino del ente, e imaginé lo que Valerie encontraría inclinándose sobre ella si llegaba a despertar. Valerie, indefensa e ignorante de la pesadilla que iba en su busca. Valerie, quien tal vez no volvería a abrir los ojos. Y yo, aunque hubiera podido idear alguna manera de salvarla, encontré que mi cuerpo ya no me obedecía, y no podía moverme de mi incómodo refugio.
Pasó una eternidad hasta que el olor putrefacto llenó de nuevo mis pulmones; no alcé la mirada del suelo que tenía ante mi cara, pues no quería ver otra vez a la nebulosa monstruosidad... o lo que tal vez llevase consigo. No me atreví a seguir tratando de moverme, y no escuché sonido alguno aparte de mi propia respiración. Después de unos momentos percibí un débil golpe que provenía de la cocina, como el que produce una puerta al cerrarse con descuido; el fétido olor no tardó en desaparecer. Contuve el aliento, y miré al fin por debajo de la mesa hacia la cocina: no había nada. Encontrando que de nuevo podía moverme, me puse de pie torpemente y miré a mi alrededor, apoyándome en la silla para no caerme. Comedor y cocina estaban limpios de presencias extrañas, pero la luz eléctrica que los alumbraba ya no servía para disipar mis temores como lo hacía en mi infancia, ya que no había hecho sino ofrecerme una más clara visión de aquéllo... La Sra. Loveman seguía sentada en su sitio; bajó la cabezaun poco y suspiró, la tensión abandonando su cuerpo.
¿Y Valerie? El pánico me impulsaba al rodear la mesa, pasé al lado de la Sra. Loveman y y crucé corriendo la sala inundada de sombras inquietantes —ya que allí las luces estaban apagadas— hasta llegar a las escaleras; subí los peldaños de dos en dos, cayendo de bruces un par de veces, temblando ante el mero pensamiento de lo que podría encontrar.
La puerta del dormitorio de Valerie estaba abierta de par en par, y yo la había dejado cerrada; la atravesé ahogando un grito de ansiedad y miré hacia la cama.
Allí, entre las sábanas grises en la penumbra, estaba Valerie. Dormía, y había angustia en su rostro.
-¡Valerie! -dije, sentándome a su lado. Ella abrió los ojos y me miró. Su rostro reflejó alivio y se incorporó en la cama, murmurando mi nombre y un débil "¡gracias a Dios!" La abracé mientras ella lloraba en silencio. Valerie no sabía por qué lloraba; sólo tenía la certeza de que algo terrible acababa de suceder.
Nunca le dije a Valerie lo que sucedió, aunque debió adivinarlo; después de todo, su madre le había dado a entender sus planes.
Desde esa noche no soporto el sonido de una puerta o ventana que se abre de repente cuando la luna ya se encuentra por encima de los árboles, pues pienso en aquel rostro horrendo y temo que pudiera volver. Mil veces me he dicho a mí mismo que lo que ví no fue sino un producto de mi angustia y fatiga; pero es inútil tratar de engañarme sabiendo que, a la mañana siguiente, el médico examinó a Valerie de pies a cabeza y realizó posteriormente nuevos análisis, encontrando en todos los casos que, pasando por alto el debilitamiento de los últimos días, Valerie gozaba de una salud plena, y su corazón se hallaba en perfectas condiciones.


Algunas palabras sobre el autor
Luis G. Abbadié no es nuevo en esta hoja. Su relato EL VESTÍBULO DE LOS PROFETAS fue uno de los primeros en inagurar este sitio. Luis es un viejo conocido, experto en lo que a Lovecraft y sus mitos se refiere y un incansable promotor de la literatura de terror, en especial de la llamada "de Horror Cósmico". Tiene en preparación una Cronología del Necronomicon, excelentemente documentada que pronto presentará en internet, además de una muy buena antología de relatos mexicanos de los Mitos de Cthulhu de varios autores, en busca de una editorial que quiera publicarlos.