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El fenómeno del comercialismo en la literatura fantástica es un interesante punto de partida para el siguiente artículo de Laura Michel, presentado como conferencia en la 3era. Convención de Ciencia Ficción en Tlaxcala, México. ¿Que tanto es condenable este fenómeno y que tanto es de importante y ventajoso para la industria editorial? Lea el siguiente artículo y encuentre la respuesta |
Reinos Mágicos en Venta
por: Laura Michel Sandoval
A la manera de los cuentos de hadas:
Había una
vez, hace muchos muchos años, un género al que todo el mundo
reverenciaba porque era parte de la identidad, la cultura y el conocimiento.
Éste género vivía muy feliz como elemento integral
de la humanidad, hasta que un día llegó un hada maligna que
lo convirtió en juguete para niños, lo cual no hubiera estado
tan mal de no ser porque a los niños se les enseñaba que,
cuando fueran mayores, había que despreciarlo y olvidarse de él
y entregárselo a las nuevas generaciones infantiles de la misma
forma que se da un juguete usado (con partes faltantes, medio sucio, maltratado
y todo eso). Sólo que hubo más hadas buenas que decidieron
emprender la tarea de devolverle un poco de dignidad y convertirlo en un
objeto de prestigio literario y adulto. Algunas de estas hadas tuvieron
la idea que que el objeto serviría también para divertir,
y con ello dieron en el blanco. Durante todo este tiempo los malvados hermanastros
menores de este género se dedicaron a hacerle la vida imposible...
hasta que finalmente llegaron más hadas con iniciativa, tomaron
bajo su cuidado a este patito feo de la literatura, y con su varita mágica
lo convirtieron... ¿en cisne? ¡No, qué va! En gallina
de los huevos de oro. A continuación, expertos científicos
mercadotecnistas se dedicaron, sin los menores escrúpulos, a clonar
a esta gallina, y con tanta ponedora exactamente igual el género
consiguió liberarse financieramente. Ahora lo que falta para que
el cuento se quede con su final predecible es que a algún ambicioso
de lo peor se le ocurra empezar a matar a las gallinas para quedarse con
la mina interior, que por supuesto no va a encontrar. De que ha sucedido
ya, ha sucedido.
No puede definir la literatura fantástica
sin meterse en discusiones interminables e inútiles. Lo mismo ocurre
con la ciencia ficción. De acuerdo a Rob Chilson en su editorial
para la revista Realms of Fantasy, la mejor definición es
la de Damon Knight: “Ciencia ficción es todo lo que señalamos
y decimos ‘eso es ciencia ficción”... y posiblemente de esta forma
nos ahorremos muchas broncas. Lo que el mismo Chilson propone, en lugar
de definir, es describir los géneros.
Según Chilson, existe la literatura de
imaginación, y el mainstream, que es todo lo demás. Dentro
de la literatura de imaginación están la ciencia ficción
y la fantasía.
1. Ciencia ficción el la rama de
la literatura de imaginación que maneja ideas y atrae principalmente
al intelecto.
2. Fantasía es la rama de la literatura
de imaginación que maneja imágenes y atrae a los sentimientos.
3. La fantasía pseudo-científica
(término inventado por Heinlein) es fantasía que usa
temas e imágenes relacionados con la ciencia o la ciencia ficción
(en palabras de Heinlein, ciencia ficción “falsa”; space opera y
todo eso).
4. Mainstream pseudo-fantasía es
todo lo que se publica bajo una etiqueta de fantasía popular, lleno
de argumentos que se repiten una y otra vez, novelas de amor en países
imaginarios estilo medieval y novelitas históricas cubiertas de
betún sabor fantástico. Es decir, gran parte de lo que se
publica hoy en día, y de calidad dudosa en la mayoría de
los casos (no todos).
5. Finalmente, el realismo mágico,
que vendría siendo mainstream con elementos fantásticos,
o más bien, sigue diciendo Chilson, esa parte del mainstream a la
que le gusta que le digan literatura pero que más bien debería
llamarse pseudo-literatura.
De éstos, la fantasía es la que ha acaparado más mercado en los Estados Unidos. El boom comenzó hacia los sesenta, cuando se publicó en este país El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien. Este libro, que ya había sido un éxito en su tierra natal (Inglaterra) se convirtió en fuente de inspiración de muchos escritores... y también de editores que de pronto descubrieron la mina de oro. La llegada de Tolkien fue crucial para el mundo editorial. Para bien o para mal (la mayor parte del tiempo para mal) él fue el punto de comparación. Ballantine Books, la editorial encargada de producir la edición oficial (ya antes había aparecido una pirata en Ace Books) se hizo millonaria con este libro. Y, como se cuenta en el ensayo “Dólares y dragones”, de David G. Hartwell, comenzaron entonces a desenterrar autores del género que llevaban olvidados largo tiempo, como Mervyn Peake, Clark Ashton Smith y George McDonald. Pero se dieron cuenta de que lo único que se les vendía bien eran cuentos que habían aparecido en revistas pulp algunos años atrás, como la serie de Fafhrd y el Ratonero Gris, de Fritz Leiber, la serie de Conan de Robert E. Howard, y, por el estilo, los cuentos de Michael Moorcock y sus campeones eternos. Y quienes los compraban no eran el público culto y adulto que había disfrutado El señor de los Anillos, sino el público juvenil que lo había tomado como bandera para mil y un movimientos extraños, tipo "flower power, que-mala-es-la tecnología" y "visite usted la Tierra Media en una sola fumada".
Un descubrimiento notable que hizo Ballantine
fue a un jovencísimo escritor llamado Peter S. Beagle,
que entre otras obras, tiene un libro que ya se convirtió en clásico:
El
último unicornio. Pero Peter Beagle no era la gallina
de los huevos de oro: era un escritor muy lento que sufría lo indecible
para pasar al papel un sólo renglón (sufrimientos que, por
cierto, valían la pena). Así pues, Ballantine siguió
buscando, y dio con otro escritor, Terry Brooks, que tenía
una novela muy larga y clarísimamente imitación de Tolkien
llamada La espada de Shannara. Se la compraron, por supuesto,
le pusieron portada bonita, mucha publicidad y le endilgaron al autor el
título de “el nuevo Tolkien”. El experimento funcionó, y
en unos pocos años todas las editoriales querían tener su
serie de fantasía.
Peter Beagle está de acuerdo que este
boom no hizo sino reafirmar la declaración de Theodore Sturgeon
años atrás (a la que él y otros escritores se refieren
tiernamente como “la ley de Sturgeon”) de que el 90 por ciento de lo que
había en el mercado de la fantasía y la ciencia ficción
era una mierda. Pero nunca dejó de hablar a favor de su editora,
Judy-Lynn
Del Rey, consultora de Ballantine. Decía que Judy-Lynn tenía
muy buen ojo para encontrar cosas de calidad, pero que publicaba porquerías
porque con eso se pagaban las cuentas de las buenas. A razón de
una novela más o menos cada diez años, Beagle nunca hubiera
podido mantener la editorial.
La serie de Terramar, de Ursula LeGuin,
aunque sin duda es la mejor sucesión de Tolkien, es un asunto completamente
aparte. No me lo explico, hasta la fecha me la he encontrado clasificada
entre los libros para niños, y recordemos que Ballantine y las otras
editoriales se preciaban de que sus series eran fantasía adulta.
En fin.
El escribir fantasía se fue convirtiendo
cada vez más en llenar un esquema prehecho, variar los ingredientes
y redactar la misma historia unas treinta mil veces. Podría
comparar este proceso de producción al del pan bimbo o los pastelitos
marinela: las mermeladas, forma y el sabor hasta cierto punto varían,
pero la materia prima es harina, y la harina como harina se queda.
Me gustaría hablar a continuación
de dos secuelas que involuntariamente Tolkien dejó en el mercado
de la literatura fantástica. Una de ellas fue la moda de las
“sagas”
(entiéndase eso como el que los libros, para ser fantasía,
necesitan ser novelas de a montón) y la otra, que toda la fantasía
habida y por haber necesita seguir el patrón compuesto por mundoimaginario-lucha
del bien contra el mal-grupo de héroes.
Un caso descarado de tan claro es David Eddings.
El señor, con título universitario y a pesar de que había
leído a Tolkien en la adolescencia, iba que volaba para autor de
mainstream. ¿Qué fue lo que lo hizo decidirse? Encontró
en una librería un ejemplar de Las Dos Torres, pensó
“cómo, ¿todavía siguen sacando ésto?” y cuando
vio en la página de datos que decía “73.ava reimpresión”
se dijo “ahhhh... aquí hay dinero”, y cambió de aires.
Eddings cometió el error, como muchos escritores y lectores, de
creer que el libro de Tolkien era una trilogía (aunque en realidad
era un volumen descomunal que los editores de Tolkien en Inglaterra, Rayner
& Unwin, no se habían atrevido a publicar por miedo a lo
que les iba a salir el experimento) y que las novelas de fantasía
tenían que ser, por fuerzas, “sagas”. Y se llevó una sorpresa
cuando los editores le dijeron de su trabajo: “Oye, está bueno.
¿No podrías alargarlo un par de libros más?” Aquella
serie, Las crónicas de Belgarath, ocupó finalmente
cinco volúmenes.
Otro caso, mucho más triste, es el de los mundos compartidos y las novelas basadas en los juegos de rol, una tendencia de moda en los años ochenta. Robert Asprin, a quien se acredita como inventor de los mundos compartidos, dijo una vez de su creación: “Los mundos compartidos tienen la ventaja de que los escritores no tienen que imaginarse de cero el emplazamiento de la historia, ni los personajes secundarios, y, como un libro se puede continuar en forma de serie, a veces ni tienen que preocuparse por el desarrollo de la historia”. Siempre me quedé con la curiosidad de cuál era entonces el gran reto que el señor Asprin le veía a escribir una novela.
En cuanto a basar una novela en un juego de rol...
bueno, es totalmente válido siempre y cuando no se pierdan las limitaciones
entre uno y otro. Pero ahí es donde está el problema. Las
nociones de escritura que tienen muchos autores publicados se quedaron
con el juego de rol. Tal es el caso de R. A. Salvatore.
Salvatore nunca fue un lector por naturaleza;
se le pasaba jugando basquet y por el estilo. Sus hermanas mayores le regalaron
El
señor de los anillos y, como nos pasó a muchos, se fascinó,
escribió su propia historia y hasta ahí. Empezó a
mandarla a muchas editoriales, que la devolvieron con cartas de rechazo,
como dijo él “francamente horribles” (probablemente porque el tipo
era malo y ya), y perdió las esperanzas hasta que encontró
a su angel guardián, TSR (casa editorial especializada en
materiales de juegos de rol y que estaba empezando a sacar sus series de
libros; los primeros, una saga de éxito bestsellero llamada Dragonlance).
Ahí no lo rechazaron, pero tampoco le aceptaron el trabajo. Lo que
le dijeron fue: “Está buena la historia, ¿no la quieres adaptar
para Reinos Olvidados?” “¿Qué es Reinos Olvidados?”
preguntó él. Le mostraron la primera novela que habían
sacado de esta nueva serie, una pesadilla llamada El pozo de las tinieblas,
y él pensó: “Ah, ¿quieren que haga una continuación
para ésto?” y ni tardo ni perezoso escribió una. Esta vez
la carta de rechazo llegó acompañada por una caja con el
juego de rol. Siendo rolero él mismo, Salvatore captó el
mensaje, y su trilogía Valle del viento helado fue un exitazo,
tuvo numerosas continuaciones y consiguió que un escritor que no
sabía escribir se convirtiera de pronto en figura de importancia...
y hasta comenzara a aprender. En la actualidad Salvatore ya no está
con TSR. Ya no le hace falta. Puede valerse por sí mismo en el mercado.
Sus lectores, como una buena parte de los que leen novelas basadas en juegos
de rol, son un público medio enajenado que tan sólo tiene
hambre de más y más y más. Lo preocupante del
caso es que estas personas no hayan leído a veces ninguna otra cosa,
y que cuando uno les enseñe a Tolkien lo encuentren aburrido.
Cuando decidí que iba a escribir fantasía,
por allá en esos mismos ochenta, y no tenía la menor idea
de cómo estaba el mundo a mi alrededor, el panorama se pintaba difícil,
pero seguro. Mi cortísimo conocimiento del tema se limitaba a Tolkien,
a Tanith Lee, a Ursula LeGuin y a similares que rondaban
la excelente colección amarilla de fantasía que sacaba Martínez
Roca, y que por menos de treinta mil pesos (de los de antes) le permitía
a uno tener algo nuevo y fenomenal al menos una vez cada dos meses.
Estaba convencida de que para que un escrito de fantasía se publicara,
se vendiera y se leyera, bastaba con que estuviera bien escrito y tuviera
una historia que contar. Pensaba que el terreno era nuevo, relativamente
virgen (¡ja!) y que tenía la ventaja de ser el camino menos
transitado, como dijo Robert Frost (doble ¡ja!). Sin duda,
todo esto lo han cambiado los reinos mágicos a la venta, la clonación
de las gallinas de huevos de oro, y en definitiva, el montón de
basura que se publica cada mes. El género literario que más
me gusta leer está arrastrando una pésima reputación
no del todo merecida. Sus alguna vez malvados hermanastros y también
detractores, la ciencia ficción y el realismo mágico, no
están corriendo con mejor suerte (el primero está un
poco perdido en el espacio y el segundo, una especie de monstruo de Frankenstein,
deja que le echen puntadas aquí y allá cirujanos novatos).
De cualquier forma, no me canso de buscar entre las pilas de basura con
la esperanza de encontrar cosas que me gusten, y comparto el optimismo
de David G. Hartwell.
Hartwell dice que las porquerías y los
lectores enajenados no són únicamente necesarios sino hasta
útiles, puesto que proveen de dinero y un mercado de soporte a las
obras de calidad. ¿Cuál es su conclusión, al
igual que la mía? No hay que rechazar la fantasía de plano
porque tenga fama de comercial y maleta. En otros tiempos lo tuvo de anticientífica,
escapista, reaccionaria y quién sabe cuánto más.
Ataques nunca le faltaron. Y si para pagar el
rescate de la calidad se necesita vender todo un reino, yo con gusto fabricaría
uno, con ese propósito nada más.
Eso sí, jamás lo malbarataría.
Una nota sobre el autor.
Laura Michel Sandoval es lectora y escritora
de fantasía desde hace mucho tiempo. Es directora del Fanzine LABERINTO
de Guadalajara, México. Algo de su trabajo lo pueden conocer haciendo
clic con su mouse en la sección Dossiere, de esta misma página.
Publica además una interesante página web: Tyander,
Mundo Imaginario