Preparense a entrar al mundo que nos espera. Hielo, nieve y permafrost en  la última y helada  frontera de la sobrevivencia humana: La Gran Glaciación.


por: Fabrizio Ferri Benedetti.
Ilustración: Gabriel Benítez
 


1. El Gran Glaciar
“En los próximos cincuenta años habrán muchas crisis, pero todas se resolverán.El futuro de la Tierra se presenta sereno y un dia todas estas dificultades serán olvidadas”
 Arthur C. Clarke
El Centinéla
        Interesante lugar.
            Y frío, por supuesto. Siempre que se tratase de eso. ¿Cómo podía saberlo? Él, hijo de las tierras verdaderas. Allí, en vocabularios milenarios, tan viejos como el mundo, la palabra frío se refería a cosas nunca vistas, conceptos abstractos, probablemente mágicos. Todo lo que venía del pasado era bueno hasta cierto punto, parecía decir con ese par de ojos grises e inquisitivos. Lo que él ahora podía definir como frio era una sensación poco agradable de fuego desgarrador que dejaba paso a somnolencia y debilidad. Para distraerse, revisó con atención su equipaje, sacado de los almacenes del templo para ésa ocasión especial.  Cerró aún más su abrigo ante las ráfagas cortantes de viento helado que venían a por él, deseosas de congelar carnes en pocos minutos.

            Para Rand habían transcurrido ya más de dos meses de recorrido. El Sol había nacido y se había puesto muchas veces desde que emprendió el camino hacia los lugares prohibidos. Ahora, en equilibrio entre dos grandes rocas y erguido para contemplar mejor el panorama, veía el comienzo del mítico glaciar del que hablaban las leyendas de sus bisabuelos.
Impresionantes, los muros de agua solidificada se levantaban cientos de metros por encima del suelo, también blanco e imponente. Pero lo que había captado su atención no era el hielo, ni la nieve. El Sol, sofocado por grises nubes bituminosas, iluminaba la cuenca inestable de un valle, donde trozos de hielo grandes como casas se desprendían de vez en cuando, creando fracturas en la superficie que se volvían a cerrar por la noche, ocultando millones de litros de agua azul oscuro. En medio de tanto blancor, destacaba como una mancha de color pardo pero consistente lo que parecía un asentamiento perfectamente conservado. Y caliente. Éso era lo más importante. El pueblecito era el límite del mundo conocido, después del cual comenzaban las zonas prohibidas, llenas de peligros.

            Los mapas del templo solo mostraban una extensión indefinida de vacío, llena de monstruos estilizados y terribles. Algunas posibles ciudades y nombres de tribus se extendían por el límite meridional de aquel territorio, ahora tan cercano. Recordaba con claridad los nombres de algunos de esos países desconocidos: Gran Britania, Alamania, Franka, Suomi, Krania...más arriba, solo el Polo Norte, nombre misterioso que indicaba el fin de todas las cosas, el infierno, la obscuridad.

            Avanzando hacia el sur, aumentaba el desarrollo: el Reino de Svissa, donde se hallaba ahora. Abajo, estaba la bárbara Tália y su gran llanura, poblada de bosques de abetos y extraños animales llamados renos. Se dice que en los tiempos antiguos, no había. Sin embargo, alguien los llevó ahí. Un número pequeño sin duda, pero se habían multiplicado y ahora, en esta era de decadencia, representaban el principal recurso de la población.
            Cerca de Franka, estaba Hiberia y las ciudades-estado de Barlona al este, Drid en el centro, Bao en el norte, Boa en el oeste, Doba y Laga en el sur. Por el otro lado, un brazo de mar separaba Tália de Hella, Garia y Rumia, los países de guerreros que terminaban en el enorme río Nub. Todo este territorio era independiente y salvaje, donde la moneda era el euro. Nombre aparentemente sin sentido, quizá un sonido casual cuya función era la designar las pieles de animales que se utilizaban a la hora de llevar a cabo el trueque. La auténtica civilización comenzaba en Turk. A su alrededor se extendían las “Arenas”, lugares desiertos y mortales, “regalo” de Los-que-construyeron-el-Mundo. El triángulo de los tres lagos, Van-Svan-Urm, culminaba en la montaña de Arat, “la vieja”. Más allá, eran cadenas de montañas polvorientas y estepas habitadas por nómadas armados. Cerca, estaba Fars, que desde las dos capitales Gdad y Thiran (una de invierno y otra de verano), prohibían el paso hacia el este. Allí funcionaban aún algunas máquinas, movidas por el “aceite de roca”.

            En África, competían los países más desarrollados: el poblado Reino de Nigra, el de Ghrib, el de Kenya y al sur más extremo, la mítica República de Sudáfrica, cuyos contactos con los otros países se habían interrumpido hace siglos y en cuyos alrededores, seguían atravesando los cielos máquinas voladoras. Todos los países eran divididos por desiertos, estepas y bosques tropicales. El mar Océano, después del cual se hallaban los Países del fuego, cerraba el paso con sus plataformas de hielo e icebergs; la navegación era insegura más allá de las columnas de Héracles. El país del cual venía él era Gipt, el más antiguo, poblado incluso antes de la Gran Nevada. Prueba de ello, cerca del indispensable río Nil, eran las llamadas Pirámides, cuya función era desconocida. Hace no muchos años, la lluvia había derrumbado el dique de Suan, construido por los antepasados y parte del país había caído en el caos. Ya nadie sabía reparar los útiles artefactos de Los-que-construyeron-el-Mundo.

            La recuperación que siguió al desastre fue lenta. Él no podía recordarlo por un motivo muy simple: había nacido el día en el que los soportes del dique cedieron. Su nombre, Rand, elegido por sus padres, llevaba impresa la huella del acontecimiento, como era tradición en Kair, la capital de Gipt, centro comercial y cultural de las Tierras Verdaderas, las Tierras Calientes por las cuales sus antepasados habían luchado, triunfando por encima de los otros.

            Abandonó estos pensamientos para dirigirse con paso cauteloso hacia el edificio principal, hecho de madera robusta y negra. Con acercarse a ésa fuente de calor, aumentaba imperceptiblemente la vegetación -en su mayoría compuesta por musgos y líquenes- que derretía en parte el hielo, dejando entrever una superficie rocosa y gris. La inseguridad del viaje y los continuos conflictos con pandillas de saqueadores, dio al joven Rand la seguridad de que al sacar el arma como prevención, solo le haría un favor a sí mismo. El viejo rifle automático, que había visto años mejores, era un MP5. En algún sitio, letras consumidas ponían Heckler & Koch, sin duda un hábil artesano de los tiempos anteriores a la Gran Nevada. De la cadera, colgaban un cuchillo artesanal y una pistola Helwan, producida hace unos cincuenta años por las últimas fábricas funcionantes en Kair. Ahora, también ese lugar, alimentado por la sagrada energía del dique de Suan, había caído en el degrado y la inutilidad junto a su fuente.

            Sentía la fuerte necesidad de descansar y reflexionar sobre lo que había pasado hasta ese momento. Una luz débil salía por las ventanas opacas, junto a lo que parecía música y risas: una taberna, un refugio. Los sonidos salían atenuados por el espesor de la construcción. La maciza puerta no habría podido ser derribada con una cuantas balas.

            Llevaba consigo un pase real, que le aseguraba avituallamiento y ayuda en los países que comerciaban con Gipt y los súbditos del faraón. Decidió apostar por la vía pacífica y tras volver a poner el rifle a su espalda, llamó a la puerta con dos vigorosos golpes que dolieron a través del guante de piel. La noche estaba llegando rápidamente y las posibilidades de acampar habrían sido mínimas. Sabía que muy probablemente el frío le hubiera paralizado como estaba empezando a hacerlo ahora. En segundos que parecieron siglos, solo oyó el viento acerado que maltrataba a los pocos mechones de pelo castaño que salían del gorro de lana. Se abrió una ventanita en la puerta a la altura de los ojos: esperó ver una cara hostil y desconfiada. En vez de eso, solo habían dos negros agujeros de otros tantos cañones de rifle. Parecían mirarle con curiosidad. El festín del interior se había interrumpido y al mismo tiempo, una voz baritonal sonó al otro lado de la mirilla del artefacto:

            -Te aconsejo por tu bien que no te muevas forastero. Toma  lentamente tus armas y tíralas a tus pies. -hizo una pausa y añadió con la misma seguridad: -Luego, vete con Dios.

            Alguien en el interior, al oír la frase, rió con una poderosa carcajada. El olor a pólvora se mezclaba con el de rentierbier, la cerveza fermentada a partir de la leche de reno. Rand se quedó mirando los oscuros hoyos de la muerte, encarnada en un  Beretta Omega Standard del calibre veinte. Un movimiento en falso y habría podido convertirse en carne picada de la mejor calidad. Eso si, con mucho plomo. No muy lejos, un cartel de metal, corroido por la inclemencia del tiempo, recitaba:
 
 

“Wilkommen ab Au”

            -Ciudadano -dijo resucitando las viejas formas de hablar de sus abuelos- vengo en paz y busco protección y cobijo en tu casa. Te agradecería que me dejases entrar. Partiremos el pan y beberemos el vino. -

            Lo hizo con la eficiencia mecánica que derivaba de la experiencia. Su paciencia estaba acostumbrada al húmedo calor de su ciudad y no al frio tremendo de las montañas. Se preparó para lo peor. Sin embargo, no hubo disparo. Mejor: recordó que en Kenya, la palabra kifa podía significar dos cosas: muerte o boca de rifle. Nada más cierto.

            -Así sea -respondió con el mismo tono neutro el morador.

            Se notaba un cambio en la voz. Había una pizca de respeto y temor reverencial. No todos por allí mantenían el decoro de las formas. Era un arte que ya no se enseñaba en el norte. Los glaciares seguían avanzando, arrasando, derrumbándolo todo en su camino. Y lo primero en desaparecer, eran los buenos modales. Los mastodónticos cañones, se retiraron lentamente y dieron paso a facciones endurecidas por el frío.

            La puerta se abrió pesadamente y Rand dio un paso atrás. El que un minuto antes le estaba apuntando con un rifle descomunal, luchaba para abrir la puerta (realmente espesa) mientras una mujer armada (aunque debajo de tan espesos ropajes se hacía dificil determinar el sexo), controlaba el exterior. Finalmente, Rand pudo entrar . La puerta volvió a cerrarse y notó la increíble cantidad de medidas de seguridad: varios candados, una barra de madera y para los más atrevidos, una pesada hacha de acero estaba lista para oscilar gracias a un pivote instalado justo encima. En Kair había policía pero aquí apenas existían órganos de seguridad oficiales. De vez en cuando, el monarca convocaba una asamblea extraordinaria de voluntarios y se organizaban perlustraciones en todo el territorio. Pero ocurría un verano cada tres años.

            Rand examinó el ambiente: el calor era realmente acogedor. Las paredes aislaban a la perfección el lugar y una imponente chimenea de bronce y granito relucía alegre aunque en su interior, lo que ardía no era valiosa madera, sino estiércol de reno disecado. En circulo, varios hombres y mujeres (y por supuesto niños) habían detenido sus festejos para mirar al nuevo llegado, radicalmente diferente a ellos: no podía evitarlo.

            La travesía desde Gipt hasta allí le había costado más de lo previsto. En multitud de ocasiones tuvo que luchar y también herir. Su caballo, Buraki, había muerto en los pantanos de Ferra. Hasta intentaron robarle una de las botas, la cual había reparado con trozos de cuero de ciervo. Las gafas de sol eran de un modelo desconocido para esa gente, que las construía encajando en una montura de madera lentes de vidrio tosco y obscurado gracias a humo negro. Las de Rand, en cambio, eran otra herencia del templo. Ponían “Ray-ban” en un costado. Otro elemento que aparecía en los machacados libros de los sacerdotes: la nieve triplicaba la luz solar que recibía; así pues, para evitar una muy poco conveniente ceguera, era aconsejable filtrar el reflejo de billones de impolutos cristales de agua a través de gafas solares.

            Mientras la mujer se retiraba en la aparente cocina, el anfitrión alargó el brazo hacia la chimenea mientras sonreía amistoso.

            -Siéntese forastero y disfrute de nuestra compañía. -dijo.

            Rand sonrió a su vez y se desprendió de sus armas cuando una chica se las pidió.
            Era algo normal en todo el Mundo: las reglas del invitado eran estrictas al respeto, pues las armas tenían que guardarse en el sitio adecuado. Volvió a notar otra vez como los espesos abrigos cubrían las curvas femeninas y se preguntó si eso no era un obstaculo para la natalidad.
Se sentó cruzando las piernas encima de las pieles cómodas que cubrían el suelo. Fue una sensación maravillosa, tras semanas de rocas, hielo y permafrost. Por no hablar de los pantanos del delta del Po, que cubrían miles de hectáreas de territorio.

            En total, eran una docena de personas y cada una pensaba en lo suyo. Algunas mujeres hablaban entre sí, animadas por la presencia de ese apuesto y educado extranjero de ojos grises y tez rosada, cuya extracción era probablemente noble e importante. Otros discutían sobre el resultado de la caza. Uno se quejaba de la mala calidad de los cartuchos, cada vez peor y húmedos. Los niños estaban practicando su destreza tallando figuritas de madera. Se veía que pocos de ellos eran cultivadores. Rand había notado al acercarse un pequeño huerto cubierto por la nieve. El escaso mes veraniego permitía que el crecimiento de la cosecha (patatas principalmente) se disparase en pocas semanas. Todo se aprovechaba hasta la última partícula.

            El que le había dejado entrar, se sentó cerca y le indicó a la mujer que trajese algo de comer y beber. Esperó sonriente que Rand terminase el potaje de verduras y bebiese un sorbo de rentierbier, luego se presentó:

            -Me llamo Baat, la señora que ha cocinado para usted es mi mujer Gutta. Supongo que está usted cansado así que no le molestaré demasiado. Si por el contrario prefiere contarnos algo de su viaje se lo agradeceríamos mucho. No llegan muchos extranjeros por aquí.

            Al oír las últimas palabras, todos se dieron la vuelta y se acercaron trepidantes para asistir a la presentación formal de Rand. Éste tosió un poco -más por la terrible cerveza de reno que por el frío-  tras haber sacado la hojita de papiro con la cruz símbolo del Reino de Gipt:

            -Me llamo Rand Wheeler y este pase atestigua mi procedencia de Gipt, la más antigua de las naciones.

            El efecto fue grande.
Representaba el soplo de civilización que tanto necesitaban los pueblos helados. La inminente incumbencia de la glaciación cubría el horizonte de los pobladores de Svissa y el contacto con los vecinos era muy poco edificante.

            - Los abuelos de mis abuelos vinieron navegando con la enorme nave Enterprise, que al caer la Gran Nevada, se refugió en el estuario del Nil, padre de nuestras gentes. -dijo. Ya había contado la historia varias veces. Una de sus obligaciones de buen hijo era aprender de memoria el origen de la familia.

            Siguió ilustrando su recorrido pasado. Al final, Baat le preguntó por su destino.Rand, de personalidad normalmente alegre, volvió a sonreir.

            -Estoy a punto de explorar las zonas prohibidas. Busco riquezas. -respondió tranquilo.

            En realidad, su propósito era otro; no lo habría revelado a cualquiera. La búsqueda de riquezas era plausible. Todos asintieron con expresión grave, conscientes de los peligros que se extendían más allá de la barrera. Muchos se habían aventurado. Algunos (pero eso fue en tiempos remotos) habían tenido suerte. Habían vuelto con muchas de las cosas de Los-que-construyeron-el-Mundo: bombillas, pilas, armas, munición, herramientas... a veces también fruta enlatada, algo inestimable allí. Las tribus de las tierras heladas llegaban a matar por la fruta fresca y las verduras.
Baat le preguntó acerca de la situación de Gipt y las otras tierras del  sur. Rand se vió obligado una vez más a mentir. Las malas noticias nunca eran bien acogidas. El grupo le miraba fascinado y bocabierto. Si habría que llevar esperanza a aquellas gentes, la mentira no empeoraría la situación.

            -Todo va bien. Las labores de reconstrucción casi se han terminado. -dijo optimista.

            Alguien, no lo pensaba así.

            -¿De dónde han sacado los materiales? Hace años que no llegan carros desde el sur. -expuso uno de los hombres que Rand había identificado como cazador. El joven borró su sonrisa para transformarla en una mueca de triste reflexión.

            -Cada año, las lluvias son todavia más fuertes y poderosas. Sacar el material del exterior nos habría salido más lento. -respondió con voz segura.
 
 
 

            El contacto con la cruda realidad, enmudeció la porción de humanidad que se hallaba allí reunida. La impotencia ante una catástrofe que avanzaba cada dia, la imposibilidad de frenar los errores del pasado, arañaban la dura corteza de ignorancia que los protegía. Se construían diques, se montaban barreras. Si había dinamita, se utilizaba para provocar con antelación las avalanchas de nieve. Pero al final, el glaciar seguía imperterrito su arrastre. Con la sabiduria de las madres, la que aparentaba ser la más anciana de todos, se levantó y apagó las luces suplementarias. Solo el fuego naranja bailaba en su guarida. Hombres y mujeres se dispusieron a descansar y olvidar. Algún niño continuó jugando hasta que los improperios de los mayores le obligaron a cerrar los ojos y roncar.

            -Mañana seguiré mi camino. ¿Teneis alguna indicación util? -preguntó a Baat, el único que se había quedado despierto. Éste le miró con una expresión de sincera piedad. La cara del individuo parecía preguntar ¿Por qué quieres ir?. La respuesta no tardó en llegar.
            -Si sigues al noroeste, encontrarás lo que en los viejos tiempos llamaban... landstrasse.- dijo.
            -Autopista, sí, sé lo que es. -añadió Rand. En Gipt, no habían muchas. Cuando llegó en Tália, largos tramos de las llamadas autopistas se hallaban en un estado deplorable. En su mayoría habían sido consumadas por la lluvia y la vegetación. A pesar de los factores ambientales, podían cumplir aún con su objetivo original. Baat reanudó su discurso.
            -Cuando llegues a ella, dicen que encontrarás no muy lejos una gran ciudad. -dijo.- ...y no es de las nuestras. Es de las antiguas. -añadió casi murmurando. -Si quieres un consejo, no vayas. Muchos de mis hombres no han vuelto. Hay... geisten.
            -¿Espíritus? -Rand se permitió una sonrisa juvenil y confiada. No había atravesado medio mundo para enfrentarse con entidades incorpóreas. Sacó de su mochila unas latas de metal... iba a arriesgar su vida con un gesto de insignificante generosidad. Confió que Baat no revelase a los otros la riqueza del huésped. Los tres recipientes de latón dorado, no muy oxidados, pesaban casi medio quilo cada uno. Una etiqueta polvorienta ponía en grandes letras antes coloreadas: DOLE. Baat tuvo un sobresalto. Una mujer se dió la vuelta y volvió a dormir profundamente.
            -¡Fruta!¡Fruta en lata! -dijo silbando. Los ojos miraban con avidez increible las etiquetas, cerciorando hasta el último punto impreso. -Ananás...melocotón en almíbar...- siguió enumerando. Rand miró la escena casi con ternura. Era increible lo mucho que el mundo había cambiado. Baat se acercó a su mujer y la despertó. Ensoñada, Gutta tardó algo en comprender lo que su excitado marido le estaba diciendo. En pocos minutos, ocurrió lo inevitable: el resto del grupo se despertó y se sumó al entusiasmo general. Baat seguía como en éxtasis, repitiendo el nombre de las frutas como si de palabras mágicas se tratara:
            -¡Ananás! ¡Mirad,melocotón! ¡Datiles, madre mia!¿Pero sabeis lo que son? -y así hasta que Rand no repartió otras dos latas. También sacó un paquete de semillas. En la caratula especificaba que era una “cosecha modificada geneticamente para crecer en climas frios” .Todo material del templo. Todo planificado para allanar el camino hacia el colector primario. -Oh, ¡bitte bitte extranjero! -decían alegres saltando por la felicidad.

            Con animosidad, las cajas se guardaron en el deposito del pueblo. Baat se acercó con una sonrisa que parecía contradecir el frio anterior.

            - Es peligroso, pero lo mínimo que podemos hacer para ti, es darte un guia para que te lleve al límite permitido. -luego echó un vistazo a la mochila del joven y dijo, - Por lo que veo te falta carne y pescado. No te preocupes, aquí hay en abundancia. ¡Gutta! ¡Trae algo para el forastero! -Rand se dió por satisfecho. La reacción había sido realmente positiva. O almenos así parecía. Años de aprendizaje no le podían dar aún la total seguridad sobre lo genuinas que eran las intenciones ajenas. No obstante, el fuego que veía no era solo un humo falso e incosistente. Afuera, el viento creció de intensidad. Por decisión general, la pequeña comunidad disminuyó su actividad. Las luces se apagaron. El generador principal cesó su rítmico sonido con un burbujeo. Cayó la obscuridad.

            Lentamente, todos se acostaron y acurrucaron en su trozo de manta. Se sofocó al fuego.

            El sueño no tardó en llegar y Rand, como hacía desde hace su partida, soñó otra vez con su casa, en Gipt.
 


2

            Rand estaba en Kair, su ciudad natal. En realidad, aún seguía durmiendo encima de una piel de oso a semanas de distancia de allí. Pero el poder del sueño es ilimitado y él lo sabía. Debajo de un cielo mucho más azul que el norteño, casi lácteo por sus grises nubes permanentes, asistía al normal desarrollo de la vida cotidiana en la más grande de las ciudades de la Tierra. Las hinchadas aguas del rio Nil, ahora marrones, eran navegadas por modestas embarcaciones de pesca, la mayoría empujadas por remos o velas cuadradas; también fucionaban unos motores diesel cuyo número disminuía cada dia. Nubes blancas y perezosas, inamovibles, punteaban el techo celeste al mismo tiempo que un sol más lejano y  cruel, desde su posición privilegiada, se reía de la civilización. El que había sido uno de los desiertos más rígidos del planeta, con la aproximación de los glaciares se había convertido en una región semi-tropical. Un pontón cargado de cacao y sacos de café desfiló a su lado, llevando tras de si una estela de olores penetrantes y fuertes. A lo lejos, la ciudad se extendía enorme. Más allá todavía, las Pirámides rivalizaban con toneladas de vegetación verde y húmeda que escondían sus bases y trepaban por encima de las mastodónticas pierdras milenarias. La mayoría estaban siendo recubiertas por revestimientos metálicos y en sus cumbres, llamas de gas resplandecían a intervalos de cuatro segundos. El reflejo de esos faros llegaba a un extenso territorio.
De pronto se dió cuenta de que se movía. Las piernas, que trabajaban por su cuenta, cruzaban calles y callejuelas. Los edificios de barro (pero también los había de ladrillos), se amontonaban en orden casual. Con acercarse al centro de la urbe, dejaba atrás a los barrios pobres, donde docenas de familias transcurrían sus vidas en las calles recorridas por carros, caballos y algún que otro camión sucio que expiraba nafta quemada por varios tubos de escape. Un arco señalaba la entrada a la ciudad alta; dos guardias armados de prendas ocres, empapados por el sudor, custodiaban dos casetas y una puerta de acero viejo. Los mosquitos cortaban el aire cerca de los charcos podridos.

            Nadie se preocupaba en detenerle. Era un sueño.

            Al otro lado, edificios regulares y de varias plantas, centros comerciales de mercaderes y habitaciones de ricos propietarios, conducían al palacio del gobierno, medio enterrado en la tierra cubierta por robustas y rosadas baldosas. Un edificio, majestuoso, ponía en letras doradas “Universidad”. Allí, en los años de la juventud, aprendió las ciencias del pasado. Desde la mágica “psicología”, que pretendía sondear al alma del hombre, hasta la no menos misteriosa “medicina”. Una sola asignatura no estaba disponible: “historia”. Y se extrañó. En el sueño claro. Ninguna persona sabia y coherente habría calificado de seria la historia, ese cúmulo de leyendas y cuentos que solo lograban distraer a los niños.
Finalmente, el palacio del gobierno se mostró en su imponencia: trescientoscuarenta metros de metal pintado (antes no lo era), que cortaban en dos la ciudad. Una puerta había sido obtenida al nivel de la calle. Más arriba, los que se llamaban “ascensores”, constituían terrazas sobrecargadas de vegetación ornamental. El techo, una extensa plataforma ahora delimitada por muros de piedra y torretas, hospedaba en su centro una torre de metal con un curioso árbol ramificado también artificial. Un número blanco, gastado y antiguo, ponía “65”. Era la “Enterprise”, el buque con el cual los antepasados y fundadores de la ciudad llegaron hasta el Nil y evitaron la Gran Nevada. Las leyendas decían que en buena medida se debía al corazon de la nave misma: el “reactor de fusión”, seguía funcionando (no a plena potencia), y el puente de mando desde donde el faraón decidía el destino de trentaisiete millones de subditos, seguían siendo calentados por el núcleo de tritio y deuterio enfriado artificialmente. El arsenal nuclear era inutilizable. Los pájaros de metal de nombres pintorescos (F-23, F-14, A-6), hace tiempo que habían sido desmantelados y reciclados pieza por pieza. Solo un solitario A-3 “Viking”, según algunos rumores, quedaba intacto.

            De repente, cambió el escenario: el cielo substituyó el azul por el blanco. Un molesto viento frio se levantó subitamente, y la vegetación se volvió amarillenta, murió. El Nil, como un vena de sangre en la cual se propaga un fuerte veneno, cedió paso al hielo más duro e impietoso en pocos segundos. Rand estaba en un sueño, cierto, pero la sensación era terrible: todo lo que conocía se desmoronaba bajo el paso del invierno eterno. Las quillas de las embarcaciones se deshacian en pedazos. Todo caía en trozos: la ciudad retumbaba sorda, víctima de derrumbes que desprendían nubes azuladas de aire antes caliente. Rand, incapaz de moverse, horrorizado y angustiado por la catástrofe, se repetía a si mismo “¡Ha llegado! ¡Ha llegado!”. Y llegó. Las garras del shitâ, como lo llamaban allí, se concentraron alrededor del palacio-nave. Como hiedra azul, treparon encima de la estrucura y la atacaron. El fuego sagrado, que allí se escondía, lanzó un destello y se apagó.

            ¡Desplazamiento! Rand se encuentra ahora suspendido por encima de miles de millas de regiones polares, ha dejado atrás su pais y su futuro para mirar con una tranquilidad exclusiva de los sueños, lo que su mente definiría una enorme chimenea de metal. Incrustada en la roca vulcanica que se  llamaba Islandia, lo que ve no es una chimenea, pero su intuición no falla. Esa cosa, produce calor: alrededor, se extiende como una mancha una zona templada. Distingue vegetación en medio de la roca áspera. Miles de tuberias de metal se aglomeran entorno de un núcleo no bien definido y sin embargo caliente.

            Estoy esperando, parece comunicar la máquina, ven a por mi, sugiere con el silbido de docenas de respiraderos.

            Es...es...


3

            -...Es el Colector primario. -había aducido con cierto aire confidencial. La comunidad entera, reunida en el patio exterior, le había escuchado con interes y algo nuevo: esperanza. Rand les había explicado el objetivo de su viaje. La misión por la cual se había preparado. Catorce personas le rodeaban, ansiosos por escucharle. Él, con la actitud del pequeño profesor, miraba con frialdad la humanidad que tenía alrededor.
            -En los tiempos antiguos, cuando la Gran Nevada comenzó a caer, no todos lucharon por las Tierras Calientes. Algunos decidieron construir el Colector. Poco se sabe acerca de él. Lo único cierto es que si se lograra alcanzar, haría retroceder al glaciar. El cielo -y aquí levantó el pulgar hacia la blanca bóveda que le rodeaba- volvería a ser azul, como en los libros de nuestros antepasados. Así que solo puedo deciros una cosa: que tengais paciencia. Pronto llegará el Sol. -concluyó.

            Lo dijo con la mayor sinceridad. Toda Au estaba allí reunida, conmovida. Los niños miraban  con curiosidad, pensando en cómo sería un cielo cerúleo. Las mujeres lloraban de felicidad, los hombres asintían sinceros.
Ahora, tras los despidos, marchaba con decisión a lo largo de una amplia superficie de nieve dura. Le guiaba un joven llamado Nod, que aceptó llevarle hasta la autopista y desde allí, hasta las puertas de una hipotética ciudad. La estación era la cálida pero no se notaba. Salió del pueblo con decenas de ojos mirándole.
La dura textura de la nieve helada, cansaba los pies. A veces, una bota se hundía donde el terreno era más inestable. El viento frio se amplificó con insistencia.

            -Estamos cerca- explicó con voz ausente el joven. Fue en efecto una dura travesía. Rand, por otro lado, sabía que otras más duras le habrían esperado.

            El glaciar no era una broma: la supervivencia dependía de un número limitado de especies vegetales y animales. La peligrosa falta de vitaminas arrastraba a los pobladores al límite del debilitamiento y las enfermedades. La dieta, bastante aburrida, se basaba principalmente en carne, pescado azul y productos lácteos. En este marco de miseria, lo único que había evitado incursiones ulteriores en las Tierras Calientes había sido el comercio. Su fuerza ,que se aproximaba al final al compás del frio que robaba tierra cultivable, podía evitar males mayores. Mirando a  su guia con mayor detenimiento, Rand notó las primeras marcas del escorbuto. ¿Cuanto más podrían aguantar esas comunidades? Enseguida pensó a la felicidad derivada de la entrega de la fruta enlatada. Al mismo tiempo, pensó en la avidez de los ojos de Baat y sus amigos. Su hambre y su deseo de obtener más. Pensó en las historias que se contaban acerca del norte, donde en aldeas aisladas los hombres comían otros hombres y vivían como salvajes. Tendría que vigilar a Nod con precaución. A veces, pensó Rand recordando las palabras de su tutor, los seres humanos actuamos de manera inesperada.

            Buscó instintivamente el ametrallador con la mano enguantada y lo encontró bailando ligeramente a su lado, envuelto en pieles para que los mecanismos no se helaran demasiado. Cuanto dejó Gipt, todas esas precauciones le parecían absurdas. Ahora en cambio, no lo eran tanto.

            El otro, que no se fijaba para nada (o almenos así parecía) en Rand, se paró unos segundos. Luego prosiguió subiendo una pendiente semi-rocosa que culminaba en una meseta algo más arriba. Desde allí la vista habría sido impecable. Los dos emitían vapor por la boca como pequeños trenes durante la subida. El pueblo quedaba bastante atrás y Nod se había encargado de llevar temporalemente las reservas de pescado y carne para el extranjero; el rumor que producían dentro de la enorme mochila sonaba a piedras en un rio. Ya habían recorrido más de seis quilometros en medio del  blanco más absoluto.
El objetivo estaba cerca.


4

            La autopista parecía cortar la meseta helada justo por la mitad. La mayoría de carteles habían caido en los alrededores. Uno, que dominaba los dos carriles derechos gracias a una estructura de metal, sobresalía con un color verde aparentemente fuera de lugar. Las letras, demasiado consumidas, ponían “ZÜRICH”. Y luego, “10 km.”. La calzada, que en antes tuvo que ser gris, se parecía a un largo camino lechoso y liso. Manchas de colores apagados estrellaban el conjunto.

            -¿Viejos coches? -preguntó Rand con curiosidad. El otro no devolvió la palabra y se limitó a bajar por la cuesta con paso inseguro. Rand se encogió de hombros y le siguió a su vez. Pasaron un terraplen para encontrarse con una carcasa metálica. En la delantera, un círculo ornamental de metal con tres rayas que atravesaban el diametro, les saludaba como una pequeña divinidad en un tabernáculo. Lo cogió y tiró para arrancarlo. Tras unos segundos de reticencia, el símbolo se desprendió facilmente y la rejilla del radiador cayó con un pesado estruendo dejando entrever un bloque de acero y aluminio inextricable, un motor. Enseñó al otro el trozo de aleación.
            -Mercedes...¿te suena? En mi pais también había de éstos. -nada. Ni siquiera una mirada de interés. Solo una expresión de sombría seriedad. No eres muy locuaz, ¿verdad?, pensó Rand para sus adentros. La mirada de Nod transmitía una lucha interior.

            La superficie de la N3, (tal como lo ponía en el cartel), conservaba algo de adherencia. Unos metros más allá, entre las carcasas de automóviles y algún que otro camión pesado, (No mires si hay cuerpos, pensó Rand), encontraron un curioso objeto naranja al lado de los carriles. Se levantaba un metro por encima del suelo, y ponía en letras capitales SOS. Un terminal muy simple llenaba una cara del poste. El hombre de Gipt se acercó con paso rápido y comprobó si quedaba algo de energía. En caso contrario, no habría podido hacer nada. Tenía suerte. Las luces hace años que se habían agotado o fundido, pero el conjunto zumbaba ligeramente. Pulsó un botón. Solo oyó un insistente y fastidioso pito. Otros botones dieron el mismo resultado.

            -Falta poco para la ciudad, creo que puedes volver con tu familia en Au. -dijo mientras el sol comenzaba a descender hacia la noche. Creía que el chico se habría despedido feliz y conmovido, deseandole suerte y ofreciendole alguna que otra información valiosa. En vez de eso, el muchacho (que no superaba los dieciocho años), no dejó caer la mochila con lo víveres, ni se abandonó a saludos y ademanes. Simplemente levantó la cabeza y le miró friamente (Sé que va a hacerlo, pensó Rand. El silencio de hoy era demasiado extraño. Va a sacar una pistola y me matará. Moriré aquí en esta tierra y me olvidarán. Seguro. No voy ni siquiera a poder sacar el HK, ya que está medio metido en las pieles. ¡Maldito sea!). Nod no hizo eso. Por lo menos enseguida. Enseñó una media sonrisa que parecía sacada de un manual de medicina: los signos del escorbuto eran muy avanzados.

            -Ha sido usted muy bueno con nosotros señor Wheeler y...-dijo mientras sacaba una rudimental pistola de tambor. Y no me matarás...recitó en silencio Rand. Sudaba. Mucho.
            -...Y no le mataré si usted me dará toda la fruta y la verdura que lleva ahí...- añadió indicando con el cañon del arma la mochila de Rand. Cuando pronunció fruta y verdura, sus ojos se dilataron por la codicia y su boca se ensanchó aún más en una disgustosa versión del gato embrujado de Alicia. Las encías infectadas y consumidas sangraron un poco y Nod, escupió. Su mirada era ahora más amenazante. Habría sido inutil decir que ya no tenía fruta consigo. Con dos tipos de personas es inutil negociar: con los locos y los enfermos. Nod pertenecía a ambas categorías.

            Rand dejó a sus espaldas la mochila y decidió terminar con el problema. En pocas fracciones de segundo, tensó los musculos y dió un salto, derrumbando a Nod, que se encontraba a menos de un metro de él. El golpe con el suelo terriblemente frio los dejo confundidos y maltrechos. El joven ex-guia y ahora potencial asesino, gritó con toda la fuerza de sus pulmones y tras maldecir todo lo que podía ser maldecido, apretó el gatillo, apuntando a ciegas. No hubo disparo: evidentemente la cápsula del proyectil era de muy mala calidad. Sin detenerse lanzó el revolver como un cachiporra. Rand esquivó facilmente el golpe que habría podido abrirle la cabeza como una sandía y extrajo el pesado cuchillo de Gipt de debajo del abrigo protector. Nod no se quedó quieto, ni se paró a admirar el fino acabado del arma de su oponente, sino que lanzando otro alarido lleno de babas y sangre, atacó con la vara de explorador. La inexperiencia del joven, acostumbrado a manejar las armas con seres mucho menos inteligentes, quedó patente en el estridente golpe que dió la punta del metal al chocar con el hielo. Sin la más mínima esitación, Rand golpeó con una fuerte patada el abdomen del contrincante. Éste, tras quedarse sin aliento, cogió otra vez la vara. En sus ojos, la palabra “muerte” se leía sin dificultad. La sensación que experimentó Rand al golpear con la bota era tan desagradable como patear a un saco de huesos. La cosa se estaba poniendo fea.

            -¿Seguro que quieres más? -preguntó Rand con seguridad. En Gipt, él había sido entrenado especialmente en las disciplinas marciales. En un mundo salvaje, éso podría significar la diferencia entre la vida y la muerte. Pero nunca había tenido que matar a nadie. Mientras no fuese estrictamente especificado por la situación, los viejos libros de la Enterprise decían que no se podía “violar la soberanía de un pais”. Antes de jugar la última baraja, hizo un par de movimientos rápidos para desanimar al joven y un tercero, con el cual le abrió un corte mediano en la pierna. Nod gritó de dolor.
            -Vete. -repitió una vez más Rand. El ex-guia se lanzó como un loco y ocurrió lo inevitable. Sonó un ronquido que habría podido ser un grito. No hubieron rumores inecesarios. Nadie estaba allí en ese desierto blanco para asistir al desenlace. Tres segundos después, tal vez cuatro, Nod yacía tumbado boca arriba con un siete centímetros de acero que le atravesaban a la altura del corazón. Los ojos expresaban la sorpresa más absoluta detrás del vidrioso halo del sufrimiento. El chorrito de sangre que salía de la boca como una lengua de serpiente, ya se estaba helando. Una muerte instantánea, pensó disgustado Rand. Era la primera vez que mataba. Y como todas las constantes diabólicas, con el aumento del frio, aumentaba también la muerte.


5

            La noche, como era prevesible, llegó pronto. Rand la miraba, un cielo negro que desde la ventana de su casa tenía un color bien diferente. Azul era. Estrellada y romántica, una noche que le animaba a cualquiera a acometer aventuras amorosas. En cambio, la noche del norte era la noche de la muerte. El omnipresente viento helado soplaba consistente y chocaba con el metal del camion en el cual el sureño se refugió, produciendo silbidos espeluznantes. En otro tiempo, esa carcasa de metal había sido uno de los más modernos camiones de transporte del mundo. Detrás de la cabina, en el pequeño espacio de descanso, Rand intentaba conciliar el sueño. Recogido para que el calor no se escapase de su cuerpo, masticaba lentamente un trozo de carne que calentó no sin dificultades frotandolo entre dos trozos de piel. Por favor, haz que no llore, pensó Rand. El cuerpo de Nod, echado en esa carretera seguía impreso en su retina. No le interesaba la historia que dentro de esa cabina se escondía. Algo parecido a una momia había caido del asiento del conductor al abrir la puerta. El invierno, también sabía conservar sus victimas de manera excelente. Los objetos personales eran muchos, pero inservibles. Un arbolito perfumado colgaba del techo del camión, algo que habrían podido ser fotos, yacían desordenadas en todos los sitios. Un carnet pertenecía a Hans Grennan, cigarillos (mojados comprobó Rand), un periódico en un idioma que apenas conocía. Tradujo aproximadamente: Efectos terribles del Big One: despierta toda la cordillera del pacífico. Más abajo, una foto ya descolorida de una ciudad destrozada. Una tabla ponía el número de víctimas totales, cifras increibles. Ridículas para un hombre criado en reinos casi despoblados: México quince millones, California y resto de EEUU  veintisiete millones aproximadamente ,Centro América diez millones... más tablas se referían a los tsunami que barrieron el Pacífico. Más millones de muertos. Hawaii había desaparecido bajo una ola de la altura de ochenta metros combinada con una mortal erupción. En la Polinesia y en el sureste asiático, lugares que Rand no conocía sino por los abstractos mapas, enfermedades y hepatitis se dispararon.

            Pero no se había terminado allí: Los volcanes, desde Siberia hasta Nueva Zelanda, muestran signos de inaudita actividad. Evacuadas las principales poblaciones. Japón y el gobierno de Manila han organizado desplazamientos de población con todos los medios posibles: aviones, barcos...en China, un terremoto cuya ola sismica ha dado la vuelta al Mundo, ha arrasado las ricas áreas alrededor del Gran Canal. Desconocido el número de víctimas...la junta de protección civil de Wellington, en Nueva Zelanda, aconseja no salir de casa... Así seguía el periódico. Páginas de periódicos llenas de datos, fotos, tablas que solo podían enfatizar la tragedia. La predicción del tiempo atmosférico era nefasta: nublado por encima de los paralelos cuarenta. Las últimas páginas, indicaban la dirección de los refugios más cercanos, precisando (por octava vez), mantener la calma. Luego, una oración del Papa y las firmas de los redactores, póstumo y macabro saludo a los lectores.
Una radio con transmitente, apoyada cerca del asiento, despertó su curiosidad. Funcionaba con pilas alcalinas, normales pilas alcalinas que se hallaban en gran cantidad en los caros emporios de la ciudad alta de Kair. El conductor, previdente, había comprado una buena reserva. Rand se las metió en la mochila e intentó encender el aparato. Un rápido destello de energía, luego nada. Le dió la vuelta, abrió el compartimiento y cambió las baterías. Luego, volvió a manejar el aparato. Probó todas las frecuencias, pero el único señal que recibía era el que había escuchado en el palo SOS de la autopista. Un invadente pitido. Apretó el botón rojo del transmisor y habló. El pitido no podía ser natural, eso le habían enseñado en Kair. Era regular, uniforme, humano...definitivamente artificial, producido por algo o alguien. ¿Quién?

            -Ejem...Aquí...- volvió a mirar la placa de identificación del camionero- ...Hans Grennan, alias Fog...repito...Hans Grennan...me encuentro en la N3...repito...- siguió así otros diez minutos y lo dejó estar. Un móvil dió el mismo resultado. Llamó todos los números que aparecían en una pegatina amarilla cerca de la radio y el pitido volvía, casi para burlarse de todos los intentos de comunicación del ser humano. Asi también pasaba en Gipt. Pasaba en todos los sitios a decir la verdad. Otro aparato, que no había notado enseguida, era un valioso localizador, como lo llamaban sus maestros. Tres letras, GPS, y un número interesante de botones. Luego, una pantalla. El suyo, lo había perdido en Tália, y más precisamente le había servido como tentempié para una bestia salvaje. Maravilloso lo que podía quedar de la civilización tras un siglo y medio de caos. Eso podía cambiar su viaje. Lo metió cuidadosamente en la mochila. Serenado, concedió a su cuerpo un sueño sin sueños. Profundo, negro, frio. Como la ciudad que le esperaba.


6

Zurich

            Después de media hora de camino bajo un sol azul, la ciudad comenzaba a imponer su presencia. Una gran mole de edificios grises, cuyas negras ventanas no prometían nada bueno, se desplegaban delante suyo. La autopista penetraba en ella ramificandose. Era la ciudad más grande que Rand había visto con sus propios ojos.  No llegaba, sin embargo, a parecerse a las ilustraciones de uno de sus libros infantiles Manhattan y alrededores: guia para el turista. Algunas torres vacilaban en el horizonte, como borrachas; sus viciosas inclinaciones desafiaban la plana extensión de cielo. En efecto, la niñez no estaba tan lejana. Era la cruda naturaleza la que maduraba los hombres deprisa.

            Cerca, un tipo de edificio que Rand no pudo reconocer, ocupaba un area importante. Una torre de control muy grande seguía vigilando a una docena de relictos con alas, sin duda muertos desde hace años. La disposición de los vehiculos de servicio y de los aviones mismo daba una impresión de pánico, de ratonera incendiada. El eje central estaba ocupado por una pista de algunos quilometros de largo. Un cartel enorme posicionado de manera estratégica en la autopista ponía: ESA trabaja para usted: Paris-Nueva York en dos horas. Se trataba de aviones orbitales, un modelo nuevo y caro que se servía de un despegue anti-gravitacional. Ahora, estaba totalmente abandonado.

            Sin embargo, la cosa no se terminaba allí. Rand siguió con paso regular el camino, cada vez más desgastado, que en entraba en Zurich. Empezaba a distinguir mejor los primeros bloques de barrios residenciales, afueras, grandes extensiones comerciales. Una intersección cercana estaba abarrotada por decenas de coches abandonados. Encima de esos autovehículos, en otro cartel publicitario, un sonriente y vital niño de ocho años enseñaba sus despuebladas encías en una sonrisa, al mismo tiempo que comía un enorme vaso de yogur. La imagen de la salud en un continente casi muerto. Por todos los lados, se veían indicios inequivocables de armas de fuego. Entre las calles atascadas, un coche de la policía yacía incendiado o volcado. Los escaparates de las tiendas habían sido impecablemente destrozados. Rand, paseando por las aceras como un turista cualquiera, miraba con interés, pero pocas cosas habían quedado intactas. Los arboles decorativos que antaño eran fuertes y vigorosos, se retorcían negros, como presos por espasmos. Luego, lentamente, el centro de la ciudad incumbió. Las vallas aumentaban, las vias del metro eran cerradas, los coches habían sido apartados por escrupulosas escavadoras. Tendido en el suelo, un esqueleto azulado, burda representación de un vagabundo, se reía de los esfuerzos de las autoridades. Estos suizos...quieren ordenar hasta el Dia del Juicio Final, parecía decir. ¿Qué le había matado? ¿Un infarto? ¿Una cirrosis? ¿El hambre?

            Rand, indiferente, atravesaba las calles con paso tranquilo, regateando con el señor Frio el precio de su vida, manteniendo calientes sus extremidades, examinandolo todo. La muerte no era algo nuevo para él, y una de las últimas facetas de tan espeluznante rama la había conocido matando a un mentecato, a un hambriento agresor, alguien cuya principal culpa había sido nacer.

            Alejó esos pensamientos mirando con tristeza y curiosidad el entorno. Edificios altos, bajos, religiosos quizás. Uno, medio derrumbado por una explosión, había lanzado a la  calle una estatua, un chiquillo con alas de pájaro. Rand Wheeler se dió cuenta de que las sorpresas solo estaban empezando. A su derecha, una estrecha superficie de agua helada era atravesada por una caterva de puentes de diversos estilos. Las anchas avenidas comerciales, abandonadas, daban la impresión de un triste cementerio de gigantes, palacios como lápidas, faroles como metálicos cipreses sin vida. La oscuridad inquietante que salía del interior de amplias tiendas escondia muerte y ruina. Un caza militar estrellado sobresalía con su color verdoso en la esquina de un cruce; en el morro ponía una bandera azul con doce estrellas doradas. Era una victima más de la luchas por las Tierras cálidas. La cabina estaba abierta y un esqueleto mumificado yacía pocos pasos después. Detalle macabro: había sido despojado de todas sus posesiones. El ser humano se volvía contra el ser humano en una lucha por la supervivencia. No era dificil suponer quien estaba preparado -en una sociedad tan civilizada- a la vuelta a los orígenes: las bandas del crimen organizado, desde tiempos inmemoriales acostumbradas a la violenta jerarquía del sangre, se habían adaptado rápidamente. El frio pues, no dejaba espacio ni a la razón.

            Improvisamente, algo le despertó de su torpeza e hizo que se escondiera en el interior de una juguetería derrumbada. Eran ecos de disparos que resonaban en la ciudad vacia. Si agudizaba el oido podía escuchar también el ruido fastidioso de motores de pequeña cilindrada, motos quizás. Mirando los escombros alrededor suyo, notó las caras salvajes y sucias de juguetes abandonados, simbolos de otra época que ya no les pertenecía a los hombres. Se levantó cauteloso y sacó un catalejo: imposible divisar nada desde allí. Un edificio que antes habría podido ser un centro comercial, descansaba sobre la avenida como un cansado paquidermo. Los motoristas (sonido hostil, pensó) parecían estacionados paralelamente a él, al otro lado del rio. Sacó finalmente el arma que le pareció en ese momento la única verdad tangible en un mundo caótico. Sus lineas metálicas representaban la justicia, la defensa y la patria, así se lo habían enseñado en Kair. Controló el cargador y puso la modalidad de disparo en golpe síngulo. Corrió silenciosamente a través del puente que consideró más robusto: los ojos vigilaban la avenida mientras los otros sentidos se centraban en el puente y su estructura, buscando el fatal crack que habría significado la muerte casi cierta. Y en efecto, desgraciadamente, lo oyó. Y no solo él. Estaba en la mitad del recorrido cuando una porción de material cedió bajo los escasos noventa quilos del joven.


7

            Las situaciones de peligro, cuando al sufrirlas son personas normales, personas que desearían ser encerradas en un manicomio antes de luchar con la señora Muerte, son dificilmente controlables. La sangre acelera su ritmo, el corazón hace piruetas en una acera abarrotada y en la garganta se siente algo parecido a un choque de trenes. Pero alguien adiestrado, alguien cuyos pasatiempos principales en la pubertad habían sido escalar peñones y cazar leones con un solo golpe en la automática, no sufría tales percances. O no totalmente. El hecho es que Rand estaba agarrado a una viga de metal que sobresalía del podrido hormigon como un hueso. Cuanto más se esforzaban sus manos por hallar un soporte en el cemento, más se deshacía éste en trocitos que rebotaban en hielo inferior. La cinta de piel del HK, enganchada en la bota derecha de Rand, se movía rítmicamente como un péndulo.

            Lo que preocupaba Rand no era la incómoda posición que bien podían soportar aún sus biceps y triceps, ni tampoco el rifle autómático que, junto a él, estaba a punto de recorrer perpendicularmente quince metros de vacío. Lo que capturaba su atención era el rumor de las motocicletas acercándose. No podía confiar en ese sonido amenazador. Estaban ahora a unos  trescientos metros de distancia. Subió lentamente la pierna para coger el rifle. A mitad del recorrido, la cinta del fusil pareció deslizarse demasiado sobre la bota. Reanudó enseguida el movimiento y recuperó el arma. Las motos, estaban cada vez más cerca. Rand miró hacia abajo para analizar la situación: una coraza de hielo aparentemente dura como el acero imposibilitaba la bajada. Tampoco podía subir: lo que su oido interpretó como diez motoristas, no le habrían dejado lo suficientemente vivo como para respirar. Estaban gritando algo parecido a ¡Viva los Estados Unidos de Europa! ¡Muerte a los usurpadores! Lo más impactante era el tono de voz, parecido a el de los lobos. ¿Qué extraños mecanismos actuaban en el cuerpo de un hombre exaltado?

            Rand tomó una decisión. Sacó de su bolsillo una granada vieja como el puente que le sostenía y quitó con los dientes el anillo de protección. La dejó caer como una piedra. Pocos segundos después el sonido de la explosión le alcanzaba junto con el calor insoportable y el desplazamiento del aire. Miró otra vez: se había abierto un gran agujero donde aguas oscuras añoraban devorarle. Ahora las motos estaban justo allí encima. Sintió los primeros pasos rápidos y los gritos de incredulidad mezclados con los de rabia asesina. Antes de dejarse caer sacó un fumógeno y lo tiró sobre el puente. Luego tiró el fusil sobre el hielo  aún intacto. Finalmente se dejó caer.

            La sensación al penetrar en el agua helada fue al mismo tiempo horrible y segura. El agua fria le atravesó como un sable de acero. Las ropas se hicieron enseguida pesadas. El cuerpo, pareció inmovilizarse en un solo bloque. Los únicos sentidos que aún funcionaban en esos pocos segundos eran la vista y el oido. Miles de burbujas se juntaban debajo de la espesa capa de hielo que le rodeaba. Luego, la sensación de tranquilidad  e inutilidad. ¿Para qué esforzarse?, dijo parte de su cabeza. En el agua se sentía por fin descansado y seguro a pesar de los gritos de los motoristas allí afuera. Sin embargo, algo afloró en su consciencia, algo que le dijo que habría muerto de hipotermia en dos minutos si no hubiera salido del agua. Era solo una vocecita al principio, que creciendo le ocupó el cerebro y los músculos. Éstos, reanimados, nadaron vigorosamente hacia el aire. El oxigeno se terminaba y los brazos y las piernas parecían quemarse mientras luchaban para ganar centímetros. Cuando asomó la cabeza y se apoyó a la plataforma que antes había sido un rio, el frio se hizo notar aún mas. Ahora, era como si su cuerpo estuviera recubierto de mallas de espinas metálicas. Siguió arrastrandose mirando de reojo la niebla azul que había creado encima del puente. Alcanzó el fusil mas nisiquiera se dió la vuelta para apuntar: estaba muriendo congelado.


8

            El hielo le atacaba por todos los lados como una impietosa medusa. Cada paso era un esfuerzo tremendo. El control sobre los artos era parcial, los sentidos se atenuaban al compás de su corazón, que luchaba furibundo por quemar calorías.  Las gafas se habían perdido en el agua helada. La mochila era una pesada carga que cayó detrás suyo. Procuraba mover las manos y la cara para calentarse. Delante de sus ojos, la entrada al alcantarillado parecía representar la única esperanza de calor. Se dió cuenta de que el fusil de acero se le había pegado a la piel. Tiró para arrancarlo y un trozo de epidermis roja se desprendió. Los pulmones inhalaban aire helado. No podia ni siquiera gritar. Se llevó entonces las manos semi-bloqueadas a la cabeza. Tocó las orejas, sintió que aún conservaban algo de sensibilidad. Pequeñas heridas se abrían por su cara al pasar el roce de sus dedos. Se quito el gorro de lana, ahora pesado como roca. Entró dentro del túnel oscuro; detrás, el humo comenzaba a desvanecer. En el fondo, una luz. Sombras. El sentido del tiempo ya no era el mismo para él. Se movía sobre piernas animadas por una voluntad vital, la misma que hacía que su corazón latiese para bombear sangre y oxígeno. El calor, con la profundidad de la Tierra, aumentaba. Una puerta cortafuego que antes era sólida, ahora dejaba paso a un túnel de servicio del metro. Rand, preso por los primeros espasmos musculares, ignoraba todo lo que le rodeaba. Unas tiendas aparentemente cerradas guardaban objetos indefinidos. Los colores se esfumaban. Con las pocas fuerzas que le quedaban , extrajo el cuchillo de hoja larga y cortó con movimientos temblorosos, el resto de su ropa. Un corte vertical y se desprendieron dos abrigos: cayeron con pesados sonidos que indicaban su contenido en agua helada. Mejoraba sensiblemente su condición, el aire más caliente (Artificial pensó su cerebro ofuscado), secó más rapidamente su piel herida. Con las últimas energias cortó los pantalones y las botas. Notó que estaba de rodillas. Apoyó el codo sobre el pavimento cerámico, que miles de pies antes de él habían pisado. Desnudo y debilitado, sintió que a pesar de que los indumentos helados le habrían matado, también le ofrecían mejor protección. El viento voraz, considerablemente disminuido, aún le seguia. Paso tras paso, se dirigió hacia una tienda que ponía en letras medio caidas: Armani. El primer paso fue el más duro, el más dificil.

            -Aguanta...aguanta...piensa en Kair...piensa en el Nil...-repetía para darse fuerza. Buscó el calor con las manos debajo de las axilas y entre las piernas rígidas. No sentía los pies. Tres...cuatro pasos...alargó la mano temblorosa para abrir la puerta.

            Entró en la penumbra.

            La conciencia le abandonó

SIGUIENTE